Óscar M. Freire

La segunda película de Delphine Lehericey, ‘El horizonte’, expone las tensiones, contradicciones y limitaciones de la tradición rural durante un sofocante verano

El horizonte | StyleFeelFree
Imagen de la película El horizonte | StyleFeelFree

La ola de calor del verano de 1970 arrasó los campos de la fértil Suiza. Los animales fallecían por deshidratación y las cosechas se secaban al sol mientras los granjeros luchaban por encontrar agua. En este contexto de intemperie casi desértica, la directora Delphine Lehericey adapta la novela de Roland Buti, El centro del Horizonte. Gus, un niño de trece años, se enfrenta al desengaño de la vida y a un futuro impróspero. Su madre ha abandonado la familia tras haberse enamorado de una mujer y su padre, insensible y violento, apenas mantiene el negocio familiar en pie.

La película, cuyo trasfondo escarba en la destrucción por el calentamiento global, sobrepone distintas catástrofes y maravillas a la mirada infantil constatable en la rigurosa cámara de Lehericey. Obligado a madurar, Gus observa la muerte pero también disfruta del enamoramiento, se enfurece frente al horror y se emociona del mundo adulto. Todo con una expresividad no facial sino corporal en el que sus muecas narran la ruina, pero sus raquíticos brazos exponen la hambruna. Caracterizado además —él y todos los personajes— con un meticuloso vestuario y maquillaje, el sudor y la mugre son un signo más del ambiente asfixiante. Los recursos visuales, compilados en la luminosa fotografía, expresan la infinitud de la desgracia y amplían el relato hasta entrañar toda la vida rural, desde sus tradiciones hasta sus anhelos.

Como en las tragedias helenas, desde el inicio hay señales que anticipan la trama. Los múltiples cadáveres de terneros, cabras y pollos carcomidos por gusanos son el anticipo, simbólico y existencial, de la ira suicida de los protagonistas. La violencia es igual de natural que la ternura, y la exteriorización de las pasiones la consecuencia de tener la sangre demasiado caliente. De modo que, el marco físico, la sequía y la lluvia, revela el interior abstracto de la película. Un niño que habita sin inocencia, sin felicidad; un hombre débil, depresivo; y una mujer libre, pero egoísta, son los epicentros de El horizonte.

Si bien se puede cuestionar la reiteración de ciertos clichés rurales, estos son menores frente a la conmoción del drama. La belleza de sus imágenes pocas veces cae en la autocontemplación y sus recursos son tan definidos como definitorios. Eso sí, el filme es honesto consigo mismo y con el espectador, apenas abarca más de lo que desea y su cierre es conclusivo. Ya que la ambición es la sencillez y no la transcendencia, una vez ha terminado, pocas son las marcas que deja tras de sí. Una virtud quizás, en estos tiempos de batiburrillos genéricos y grandes elocuencias retóricas, encontrar una propuesta así de sentimental, coherente y estética.
 

Consulta los ESTRENOS DE LA CARTELERA DE CINE DEL 2021 con valoraciones de películas