Óscar M. Freire

Thomas Vinterberg ejemplifica, a través de la bebida, en ‘Otra ronda’, las consecuencias fantásticas y terribles que supone atreverse a vivir y no solo limitarse a existir

Otra ronda | StyleFeelFree
Imagen de la película Otra ronda | StyleFeelFree

Si algo se puede asegurar con firmeza es que Another round, de Thomas Vinterberg, es la puesta sobre escena de un discurso filosófico. Es cierto que todas las películas lo son, pero en este caso concreto la escritura cinematográfica desarrolla un pensamiento, una deducción compartida con el espectador. Como su título indica, se pone sobre la mesa el debate sobre la necesidad de beber alcohol y sus consecuencias en las relaciones humanas. Cuatro profesores de instituto deciden experimentar con su tasa de alcohol en sangre para comprobar si la relajación y la confianza que genera la ebriedad supone una mejora en sus anodinas vidas. El alcohol testado como bálsamo aún a riesgo de convertirse en veneno.

La tenacidad de Vinterberg atrapa al espectador con montajes dinámicos, continuos pero distantes, que se detienen lo justo para reflexionar sin distraer el ritmo. Al igual que en una borrachera, los instantes de frenesí se superponen con toques de humor y, más tarde, duras consecuencias. La cámara, intrusiva y angular, fija la tensión sobre los rostros de sus personajes, delegando la carga dramática sobre los actores. Sus meticulosas interpretaciones se suman a esta decisión formal otorgando empatía pese a la distancia social, cultural e incluso ética de los países escandinavos. Con lo cual, la coherencia formal se hace presente en la fotografía, la dirección de actores, el montaje y también el sonido. La música, que combina armónicamente el pop con Schubert, suena al compás de la mente del protagonista, Mads Mikkelsen, ausentándose cuando ya no queda cordura.

Asimismo, la coherencia formal se anuda con la discursiva para ejemplificar un dilema pantanoso. Partiendo del filósofo danés Kierkegaard y su concepto de aceptar el error como parte humana, los personajes se debaten entre las virtudes y perjuicios de las drogas. En un arrebato de hedonismo, el autor plantea la necesidad de divertirse, liberarse y disfrutar del peligroso juego que es la vida. “Atreverse a perder el equilibrio momentáneamente” para existir, para escapar de la indiferencia depresiva. Fragmentos de distintos líderes intelectuales y políticos que, tras varias copas de vino también muestran su felicidad en público, opone la idea de éxito a la abstinencia y amplían la mirada a toda la naturaleza humana.

No por esto, se olvidan los indeseables dolores de cabeza asociados al beber. El estigma del alcoholismo supura y corroe a medida que se sube la dosis y el descontrol. La voluntad de meterse en la boca del lobo se torna enfermedad si se carece de amor, familia o vocación profesional. El alcohol no parece ser una solución escapista sino una catarsis prudentemente salvadora y espontánea de una existencia agónica. La película baila, en definitiva, a favor de arriesgarse para vivir y en contra del puritanismo tradicional que ha convertido el disfrute en tabú. Porque Vinterberg exprime cada minuto y regala con placer su alegría al espectador. La diferencia está en saber que hay momentos en los que no se debe seguir pidiendo otra ronda.
 

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