Alex Vargas
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Convirtiendo los pastos de una Europa arrasada en un escenario perfecto para una historia emotiva, ‘El zorro’ abandona las claves del cine bélico para presentar una cinta sobre la hermandad, el sacrificio, y una unión inesperada

El zorro | Película | StyleFeelFree. SFF magazine
Imagen de la película El zorro | StyleFeelFree. SFF magazine

Cuando hablamos de cine bélico es inevitable que nuestra mente nos dirija fielmente a las grandes obras que han definido el medio. Apocalypse Now, Top Gun o Dr Strangelove. Todas estas películas mantienen un trazo común: si bien ninguna niega la naturaleza del conflicto como un canal para extender violencia, en ella encuentran un espectáculo incomparable. Apocalypse Now presenta su mítica escena en la que, acompañada de la Cabalgata de las Valkirias, cientos de combatientes son ejecutados sin piedad. Lo mismo pasa con Top Gun y su emblemática Danger Zone o el We’ll Meet Again con el que Strangelove convierte los páramos soviéticos en un infierno nuclear eterno. Sin embargo, en ocasiones, encontramos películas que son sobre la guerra en lugar de bélicas. Películas que encuentran en la desesperación europea el emplazamiento perfecto para una historia diferente, no sobre grandes explosiones y luchas hasta la muerte, sino sobre personas. El zorro, de Adrian Goiginger, es una de estas películas.

La cinta comienza con una premisa desoladora que marca el tono para los siguientes ciento dieciocho minutos. Fran Streitberg es el hijo menor de un matrimonio labriego en la Polonia de entreguerras. La familia vive en la pobreza más absoluta y, cuando llegue el invierno, no habrá suficiente comida para todos. Así, Franz es cedido a un pudiente latifundista de la zona como peón de granja. Esta es la última vez que el joven ve a sus padres y, una década más tarde, Franz se alistará como cadete en el ejercito polaco, siendo transferido a la gran armada alemana tras la anexión de su país al Tercer Reich. Sin embargo, la película no tiene interés en ejercer grandes mensajes políticos sobre los malvados alemanes. El conflicto de Franz llega en otro momento, cuando, dando un paseo por el bosque, encuentra un cachorro de zorro malherido, frente al cadáver de su madre.

El zorro representa un canto de amor a la familia y a la necesidad humana de tener a alguien que cuidar y que nos cuide. Franz encuentra en el animal la conexión sentimental que perdió tantos años atrás. En cierto modo, el soldado se convierte en un padre para el animal desarrollando una relación tan peculiar como desgarradora cuando llega el momento de decir adiós. Sin embargo, esta narrativa no sería lo que es sin todo aquello que la rodea. La interpretación de Simon Marzé es excepcional, como una bomba de relojería cuya explosión puede llegar en cualquier momento. Esto, unido a una fotografía que encuentra en los campos europeos una belleza previa al conflicto, construye una escenografía a ratos costumbrista que recuerda al Dunkerque de Nolan. Así, El Zorro resulta encantadora y cautivante, contando una historia sobre encontrar la paz cuando el mundo se encuentra en guerra. Una cinta a la que las palabras no hacen justicia, capaz de recordar la importancia del amor, incluso en el momento más oscuro.
 

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