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Con la xenofobia en su trama, ‘El hombre del sótano’ ofrece una visión concisa sobre la vigencia de este problema en pleno siglo XXI
El antisemitismo es algo que sigue muy vigente hoy en día. Este es el punto del que parte El hombre del sótano, el nuevo largometraje del director Philippe Le Guay. Inspirado en una historia real, el guion de Le Guay y Giles Taurand se sitúa en el París del siglo XXI. Allí, un matrimonio de orígenes judíos, Simon y Hélène, vende un sótano al señor Fonzic, un hombre aparentemente normal. Pero con el tiempo descubren que este es un negacionista del holocausto nazi, por lo que, sin éxito, tratarán de anular la venta. La película, en la filmografía de Le Guay es la más alejada de su zona de confort. Con ella da un vuelco a su carrera. Alejándose de la comedia, ofrece un drama inquietante que consigue con el personaje de Fozic que va poco a poco desestabilizando a la familia.
Cabe considerar que si el nazismo se ha visto retratado en incontables películas el negacionismo no ha sido tan representado. Los que propagan estas teorías son un tipo de personas más esquivas y les gusta llamar menos la atención. Pero, con Fonzic salen a la luz. Es un miserable, un indigente que no tiene un lugar al que ir. Por otra parte, es curioso que durante la ocupación alemana, los judíos se refugiaran en sótanos. Así lo contaba Truffaut en El último metro. En cambio, en este proyecto, el nazi es quien tiene que esconderse. Y lo hace para seguir propagando sus mensajes de odio. Es un personaje inalterable que intenta jugar el rol de víctima. Solo hace preguntas a través de las que busca crear discrepancias. Es como un virus que contagia a los que están a su alrededor, sembrando la semilla de la duda en sus víctimas.
El hombre del sótano habla de monstruos, de aquellos que caminan por la calle, los que pertenecen a la realidad. Lo que propone Philippe Le Guay es un juego de dominación. Para conseguirlo, recrea un parásito que se alimenta del miedo creado en el interior de una familia. Entonces, el sótano es como la cueva de la bestia, donde este espera al acecho. Igualmente, los pasillos son un laberinto por el que circulan las tuberías. Fonzic deambula por ellos como si se tratase de un fantasma. Además, son retratados de manera que pueden recordar al laberinto de El resplandor, con una caldera que puede ser el corazón o el vientre de la criatura. El resultado es un duelo interpretativo entre sus dos actores principales, François Cluzet —Fonzic— y Jérémie Renier —Simon—. A través de ellos se abren viejas heridas, desestabilizando emocionalmente a los miembros de esta familia.