Pedro Navarro
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En su última película, ‘El poder del perro’, Jane Campion consigue reformular el género western mientras explora la toxicidad que impone el heteropatriarcado

El poder del perro | StyleFeelFree
Imagen de la película El poder del perro | StyleFeelFree

Difícilmente se puede hablar de mujeres en el cine sin nombrar a Jane Campion. Con una filmografía profundamente focalizada en la perspectiva femenina, la neozelandesa es, sin duda, una de las realizadoras más relevantes del panorama internacional. Como ejemplo de ello, el triste récord de haber sido durante mucho tiempo la única mujer en obtener la Palma de Oro en Cannes. Una marca que borró este año Julia Ducournau al llevársela por Titane. Teniendo en cuenta su trayectoria es sorprendente el lapso de tiempo que ha estado sin rodar largometrajes, 12 años. Un parón al que ha puesto fin Netflix produciendo su última película, El poder del perro.

Con esta cinta, Campion vuelve a las salas de cine más de una década después de que estrenara Bright Star. No es de extrañar que su regreso sea con otra cinta de época, pero sí que tenga a un hombre en el papel principal. De hecho, esta es la primera vez que un varón ocupa este rol en su filmografía. Algo inevitable si tenemos en cuenta el tema central de la obra: la construcción de la masculinidad. Una masculinidad que, aun explorada desde diversos ángulos, es siempre tóxica y destructiva. Un asunto que aborda adaptando la novela homónima de Thomas Savage y que presenta a través de un western deconstruido. Recuerda en esto a otra obra que reformulaba el género, Brokeback Mountain. Sin embargo, si en esta la heteronorma represiva era un impedimento para el amor, en la de la neozelandesa es castrante en todos los sentidos.

De primeras, El poder del perro parte ya de una relación enfermiza entre dos hermanos que, aun siendo diametralmente opuestos, dirigen conjuntamente un rancho. Uno es un cowboy macho alfa, el otro, un nuevo rico. Al ambiente de tensión pronto se suman nuevos elementos de discordia cuando el pequeño de ellos se casa en secreto con una viuda del pueblo. El otro no solo se siente traicionado y desplazado, sino que aborrece profundamente a la recién llegada. Más aún porque esta no va sola, sino que trae consigo al hijo de su anterior matrimonio, un adolescente delgaducho y amanerado. El hermano mayor comienza entonces a tejer su venganza a través de una compleja red de maltrato psicológico encaminada a destruir mentalmente a su cuñada. La guinda final pretende ponerla manipulando al hijo de esta, del que aparentemente se va ganando poco a poco su afecto.

Es en este punto, ya pasada la mitad del metraje, cuando la película despunta e impresiona. Tras una presentación reposada y muy apoyada en elipsis narrativas, la cinta comienza a adquirir cuerpo. Hay verdades ocultas, palabras sin decir y gestos de motivación polivalente que evidencian una masculinidad hegemónica plagada de fisuras. La historia se llena entonces de un oscuro y tenso homoerotismo en el que las luchas de poder derivan en juegos de deseo y represión. Frente a un paisaje amplio e imponente, los personajes, en conflicto interno, se cierran cada vez más en sí mismos. O, más bien, les encierran, porque el que les oprime no es otro que un viejo conocido de todos: el heteropatriarcado.
 

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