Rosana G. Alonso
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A través de un juego de metáforas ‘Titane’, de Julia Ducournau, traza un remolino de conceptualidades que acuden a la historia del cine para reubicar a personajes que buscan su lugar en la actualidad

Título de la película | StyleFeelFree
Imagen de la película Titane | StyleFeelFree

Después de llevarse la Palma de Oro en Cannes,el lustre de Titane se hace demasiado refulgente. No obstante, hay que considerar que el creciente número de detractores de un cine de firma femenina — no únicamente firmado por mujeres, sino, además, que contempla una narratividad desde otra ubicación—, y que viene para quedarse, porque amplía una perspectiva, hasta hace poco, casi unidireccional, acrecienta mi interés. También, porque el debut en el largometraje de Julia Ducournau con Crudo fue una de las sorpresas más gratas de 2017, cuando se estrenó en España. Un año (2017) para recordar, en el que los personajes femeninos empezaban a demandar un lugar de expresión que no habían tenido, salvo en contadas excepciones.

En su segundo largometraje, Julia Ducournau vuelve a escribir un guion que busca el impacto y la dentellada caníbal sustentada por iconicidades. Su fecunda investigación, aunque incipiente, trata de deshacer tópicos y estereotipos cultivados por el cine durante décadas. En Titane, esta búsqueda alcanza ya un climax en su relato de feminidades (y masculinidades) que encuentran un espacio desde el que derribar, precisamente, la idea de femenino (y de masculino). En todo esto se advierte una sexualización de las identidades, construidas desde una mirada patriarcal, que en el caso de la mujer, la limitaba a ser rehén de un deseo que no la incluía. Aquí, la antiheroína central es Alexia, interpretada por Agathe Rousselle, una actriz desconocida que protagoniza su primer largometraje, en un papel que se presenta como un huracán que derriba todo, dejando a su paso una estela de fuego y metal.

Se evidencia en Titane la disposición de Ducornau por trabajar cada escena, hasta sacarle toda su gasolina. Por eso, al final, la cinta pesa más en su fragmentación que en una idea de conjunto que se abre a la reflexión. Escrutinio que engloba los debates suscitados por una actualidad que empuja a hablar de los géneros, de la complejidad de los roles, de la fragilidad emocional, de las armaduras que construyen identidades. Pero sobre todo, de la desesperación en un mundo salvaje y violento. Desesperación por amar —en el sentido de cuidar— más allá del dolor enraizado en un cuerpo que persigue un territorio donde aparcar sus miedos, angustias y exigencias sociales. Más allá de la mirada externa. Y aunque sea infligiendo un daño a otros cuerpos que creen reconocer algo. Una quimera, distorsionada por el acto de mirar.

Tras las quimeras aparecen entonces los monstruos. ¿Qué vemos cuando miramos, desde una esfera que orienta la mirada? Vemos lo que queremos ver, aquello para lo que hemos sido moldeados. Son cuestiones continuamente respondidas en Titane, a través de un juego de metáforas que emplean la maquinaria y sus emulsiones, que nos instan a conducir nuestra propia historia. La cámara busca, en estos flujos de poder, diferentes ángulos para darle la oportunidad al espectador de contemplar a los personajes desde perspectivas singulares. Pero además, da el control de sus propios actos a los mismos personajes, para que puedan encontrarse, trazando un camino que los redefina. Ducournau hace esto acudiendo a un remolino de conceptualidades que gráficamente no evitan las inyecciones que acuden al encuentro de ciertas imaginerías cinematográficas para reubicarlas.

Si Titane es singular no lo es por su novedad a la hora de proyectar escenas que, a primera vista, beben de un montón de fuentes. Desde la Naranja mecánica de Stanley Kubrick, pasando por Mr.45 de Abel Ferrara, o Ema de Pablo Larraín. O por cómo juega con géneros y subgéneros, algo que define el cine contemporáneo, estallando en películas que han sabido formular muy bien las dialécticas que nos definen. Desde The Square, de Ruben Östlund; a Benedetta, de Paul Verhoeven, sabemos que el cine que prende la mecha es incendiario e iconoclasta. Ducournau, en este sentido, juega muy bien sus cartas. Y tiene la intuición necesaria para saber qué puede sacar de cada situación, y sobre todo, de cada intérprete. Hay que reconocer que el trabajo actoral de Vincent Lindon es soberbio porque la realizadora ha sido capaz de hurgar debajo de su piel.
 

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