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Pablo Larraín vuelve a componer con ‘Ema’ un poderoso y cautivador personaje que es el reflejo de toda una generación absorbida por el zun zun del reguetón
Desfibrilador del ritmo cardiaco al que late la sociedad contemporánea, Pablo Larraín es más elocuente en sus bajadas a los infiernos, como demostró con Tony Manero, Post Mortem o El Club, que cuando ha pretendido, más recientemente, una tibieza que lo desvía de los principios somáticos a los que sucumbe su filmografía. La relación con el cuerpo en las películas del chileno es obvia. Esta analogía define a inmensos personajes que han ido creciendo en sus insondables secretos que arrastran por terrenos escabrosos. Las psiques de estos caracteres están sujetas a un malestar cultural, que contagia lo social. Por lo tanto, son un producto que sirve de estudio, de espejo, quizás distorsionado, pero práctico, donde mirarnos. Visto lo cual, el Joker de Todd Phillips, excelentemente caracterizado por Joaquin Phoenix, bien podría ser una secuela del imponente Tony Manero larrainiano, interpretado por Alfredo Castro con su maestría característica.
No obstante, los perfiles construidos por Larraín no pueden compararse a la ligera con cualquier otros. Estos tienen un lenguaje característico, incorrecto. Tal parece como si al hablar escupiesen o diesen latigazos a su alrededor, buscando en las palabras cierta fiereza, cierta lujuria escatológica. Este juego oral destaca sobremanera en su última película, Ema, con la que Larraín vuelve a tirarse al lodo, sin miedo de mancharse y salpicar. Hay destreza en la escritura y valentía a la hora de decidir cuáles son los ejes sobre los que se contorsiona Ema. La hipertrofia de lo matérico, de las relaciones, de las obsesiones… en una sociedad en la que ansiamos ser libres, mientras tratamos de mediar, coartando la libertad de otros. Y todos, al mismo tiempo, bailando en un escenario que nos convierte en títeres de un sistema repleto de códigos invisibilizados por sus estructuras diáfanas y lúdicas.
Por su estética de baile Ema, de primeras, es fácil de enlazar con Climax, de Gaspar Noé. Ciertamente hay una conexión entre ambas películas al vehiculizar los cuerpos para hablar de dinámicas sociales. Pero la de Larraín no es una película coral que se atisba como un experimento, sino que se centra en un personaje femenino al que disecciona, para adentrarse con ella en el cambio generacional que hasta hace poco, no se veía venir. Interpretada por Mariana Di Girolamo, Ema es una joven que refleja a toda una generación de mujeres en el fuego. Tenía que ser una mujer porque son las que han protagonizado eficazmente el trasvase generacional. La cinematografía moderna reacciona así ante este fenómeno, entendiendo lo necesario que era cambiar el paradigma de lo femenino, superando el estereotipo y buscando cauces para la expansión, todavía por escrutar, ya que sus vías de escape son infinitas.
Hay otro punto de interés en Ema, y es la relación que mantiene Larraín con el espectador, al que aparentemente le da la espalda, obligándole a atar cabos. Lo que podría resultar desastroso, se convierte en un juego del gato y el ratón que funciona. El metraje fluye obligando al que mira a seguir a Ema para ver hasta dónde nos lleva, mientras el reguetón conduce sus pasos. Sorprendentemente y a pesar de la carismática protagonista que crea Mariana Di Girolamo, personalmente quien más me ha sorprendido es Gael García Bernal, analizando el fluir de una época y saliendo airoso de las escenas de pelea de pareja, que dan una vuelta de tuerca a Historia de un matrimonio, de Noah Baumbach. García Bernal, a las órdenes de Larraín, como también demostró en Neruda y en No, ha dado un vuelco a una carrera eclipsada por Amores perros, de Alejandro G. Iñárritu, película que le supuso entrar al cine por la puerta grande.