Óscar M. Freire

Castizo, entrañable y misterioso, Juan Cavestany traslada, a la ciudad de Nueva York, en ‘Un efecto óptico’, el legado por rellenar la infelicidad interior

Un efecto óptico | StyleFeelFree
Imagen de la película Un efecto óptico | StyleFeelFree

Desde los trampantojos de Meliès hasta las actuales pantallas verdes de los blockbusters de Marvel, el cine se ha construido en base a juegos ópticos. El engaño, la trampa y la manipulación han sido la baza propuesta por muchos directores, en el buen sentido. Uno de ellos es Juan Cavestany, autor de extraordinarios disparates como Gente en sitios o la serie Vergüenza. Su particular obsesión por dislocar las expectativas del espectador y romper los diseños cinematográficos tradicionales se han convertido en todo un estilo, su estilo. Un efecto óptico, su nueva película, vuelve a sorprender para enturbiar cualquier atisbo de convencionalidad y no dejar indiferente a nadie.

En un estado de gracia costumbrista, Carmen Machi y Pepón Nieto forman el matrimonio desgastado sobre el que se sustenta la ficción. Son dos turistas en Nueva York en pos de cumplir con sus obligaciones culturales. Sin embargo hay algo extraño, la ciudad no se parece a las indicaciones de la guía. Las aceras, las esquinas y los lugareños bien podrían ser parte de Madrid. El director desubica así a sus personajes a través de la colocación de la cámara y los resitúa en un espacio y un tiempo desvanecidos. Sumado a una banda sonora persistente con flautas y pianos de melodías fantásticas, la magia del cine se hace real, o al menos, provocativa.

Incomprensible en su totalidad, incómoda pero estimulante, Un efecto óptico es una morcilla de Burgos sazonada al gusto de David Lynch. Bajo una primera capa de comedia surrealista se encuentra una exigente y pertinente reflexión, la evasión como turismo. Y no, no se trata del turismo como evasión que la sinopsis puede dar a malentender. Es el escapismo de la cotidianiedad, de la rutina matrimonial, la que sirve como terreno de pruebas, como búsqueda del placer. Un viaje más allá del atlántico que revela las fisuras y el amor de una pareja atrapada en el tiempo —sea dicha la cita—. Así, con indiferencia de si los escenarios son veraces, inventados o dispuestos, el conflicto permea desde los personajes hasta el espectador, desde su duda hasta nuestra certeza.

Asimismo, es necesario situar la particular película dentro de la topografía cinematográfica española y pensar en otras interpretaciones. Recogiendo con la mejor ironía la herencia del landismo y el deseo de hallar la felicidad ausente del franquismo setentero en el extranjero, la película se incorpora a un género, el cine turístico, mediante la perspectiva ácida del humor absurdo. En una relectura, Teresa y Alfredo representan al español medio desinteresado por disfrutar y afanado por encontrar una vitalidad emocionante. Por sentir la libertad de una aventura y huir de la ansiedad consecuencia de las recesiones. Pero son víctimas de una falsa creencia, devorar guías de viaje no te hace mejor persona, amante y ciudadano. Un efecto óptico se presenta, por tanto, como la oportunidad de realizar un trayecto homérico —más conveniente aún durante una pandemia— por los entresijos de las angustias hispánicas, mientras se visitan las maravillas de la Gran Manzana.
 

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