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La protagonista de ‘Nomadland’, de Chloé Zhao, huye sin destino ni rumbo fijo por la tradición del western y la road movie para rehacer, desde el ahora, el sueño americano y su libertad
Sobre el asfalto del desierto, donde tiempo atrás cabalgaban los westerns de Jonh Ford, ahora Chloé Zhao presenta Nomadland. Ya en su título, la película refiere a los nuevos habitantes del desierto, nómadas en caravanas que recorren los Estados Unidos para sobrevivir. Como hicieron sus ancestros, estos aventureros dejan toda civilización urbana o perpetua atrás en busca de un tesoro, solo que ya no son ni tierras ni oro, sino tan solo la felicidad.
Encabezados por una desenmascarada Fern (Frances McDormand), el reparto se compone de actores no profesionales cuya realidad no es otra que la de la película. Sus arrugas no son fruto de un selecto casting o una meticulosa caracterización, son el resultado de la edad, el trabajo y el sol. Por eso, este compromiso pasoliniano de crear una ficción dentro de la realidad tiene tan satisfactorio éxito. El filme respira, con calma y ternura, en cada acento pronunciado por sus múltiples secundarios y el viaje, físico y espiritual, se elabora a través de las personas y los rostros, con independencia de los vastos y monumentales espacios.
Sin embargo, aunque el peso dramático se descargue sobre las interpretaciones, los ambientes equilibran la narración con simbolismos. Paradojas donde las haya, son los acantilados embravecidos los que señalan la ira frente a la impotencia del duelo. También es la nieve la que congela los recuerdos, y la hierba alta la que hace rebrotar la esperanza. Pero sobre todo, son los ocasos, rayos crisálidos entre magenta y dorado, los que se resisten a extinguir su existencia. Y frente al sol, la nuca de Fern en contraluz, un recorte uniforme sin contrastes, luminoso y repleto de matices. Y tras Fern, la cámara en seguimiento, cercana pero no intrusiva —encomiable en tres metros de furgoneta— de Zhao. Una propuesta escénica, previsible ya en la suave The rider, respetuosa con la realidad y el compromiso interpretativo.
Los problemas sociales, consecuencia siempre de la economía, bordean sin constancia la película. Los personajes, que antaño se deslomaron en fábricas y fundiciones, deben malvivir con una paupérrima pensión y la puntual explotación de Amazon. Son víctimas del voraz capitalismo, pero no son observados con victimismo. La autocompasión se sustituye por unas contagiosas sonrisas de lucha y superación, por el aforismo “see you down the road”. Así, el canto humanista de su directora se transforma en coro alrededor de una hoguera. El retrato íntimo de una mujer, obligada a soltar el pasado para obtener una identidad en el futuro, se maximiza con las enfáticas notas de Seven days walking de Ludovico y conforma un paisaje de conjunto, casi universal, de la voluntad humana. Unas imágenes que despiertan y recuperan lo mejor de la aventura, la improvisación y la libertad de Norteamérica.
Nomadland se podría definir como la última maduración antes de la vendimia, como una metamorfosis de fondo pero no de forma. También se podría decir que es un hogar común, la motivación que alimenta los sueños que cada uno lleva dentro. Como una ambición metalingüística por reunir los mitos y leyendas, su nación y su cine. Se podría definir como una road movie sin desenlace, como un trayecto sin destino, como un vagabundeo. ¿Qué otra cosa es sino la vida?