Óscar M. Freire

En El ombligo de Guie´dani, de Xavi Sala, la concienzuda crítica social se sobrepone a los posibles titubeos de una opera prima. Un dedo que apunta contra el racismo, el clasicismo y la explotación laboral

El ombligo de Guie´dani | StyleFeelFree
Imagen de la película El ombligo de Guie´dani | StyleFeelFree

Es sorprendente que fenómenos internacionales como Roma (Alfonso Cuarón) eclipsarán el resto de la cinematografía mexicana del 2018. Hemos tenido que esperar casi tres años para recibir en la cartelera española El ombligo de Guie´dani del director de origen alicantino Xavi Sala. Sorprende, además, que ambas producciones tratasen un mismo argumento: la vida de una pobre muchacha indígena en la rica y clasista sociedad mexicana. Sin embargo, mientras que la primera se ambientaba en los años 60, en esta ocasión el conflicto se actualiza. Y, si bien las protagonistas pueden albergar rasgos comunes, están diferenciadas por edad, contexto y personalidad. Por lo tanto, aunque sobre el papel puedan ser lo mismo, la película de Sala propone reflexiones bastante alejadas de la de Cuarón.

Guie´dani, una preadolescente de doce años, deja su idílica vida en el pueblo para servir en la ciudad junto a su madre analfabeta. Tras sufrir repetidas humillaciones por parte de los señoritos, Guie´dani llega a una conclusión: odia la vida de sirvienta. La desorientación inicial, latente también en un indeciso guion, se transforma en ira según avanza la cinta. La mirada se debate entre el retrato intimista y la comparativa moral, focalizándose en la desigualdad social de la madre o en la tristeza depresiva de la niña, alternativamente. Gracias a situaciones forzadamente complacientes, el director ignora las virtudes de la actuación hierática que pone en escena y delata su postura sobre las mismas. Quizás, debido a la gravedad del tema, se abandona la sutileza y se denuncia con reiteración los abusos que sufren las chicas.

Asimismo, la dirección parece dividida entre la apuesta más dura, basada en los silencios, las miradas y la inexpresividad de los rostros; y el sostenimiento de un lenguaje que en su día pudo ser moderno, pero que hoy se siente canónico. La cámara al hombro y el seguimiento de personajes encajan a la perfección con el escudriñamiento de la emoción que hay detrás una falsa sonrisa. Sin embargo, la ausencia de esos mismos elementos hacia el final denotan la ansiedad por precipitar un desenlace climático y emocional. Desconcierta un poco que, la empatía que había sido descartada en el inicio, busque hacerse un hueco en los últimos minutos. Puede que sea, una vez más, una cuestión de compromiso moral hacia sus personajes pero, a su vez, manifiesta el temor por perder al espectador impaciente.

En cualquiera de los casos, sería injusto exigir a un director novel que mantenga el timón sin miedo a perder el rumbo. En ocasiones como esta, la honestidad de un buen tema ayuda a obviar, con sus más y con sus menos, los vicios de la puesta en escena. La puntual vacilación se perdona gracias a su admirable ambición narrativa y las simplificaciones argumentales se olvidan ante el misterio de sus interpretaciones. En consecuencia, hay que agradecer que haya nuevas voces preocupadas por la conciencia de clase, el desarraigo y la alienación laboral. Temas que, aunque algunas películas analicen desde el siglo pasado, hoy en día siguen dando mucho en qué pensar.
 

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