Marta Pascual
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A través de las aventuras de un niño, Christian Lerch narra en ‘La sala de cristal‘ el final del Tercer Reich con objetividad y sin morbosidad

La sala de cristal | StyleFeelFree
Imagen de la película La sala de cristal | StyleFeelFree

«¿Dónde queda la humanidad?» pregunta uno de los secundarios de La sala de cristal, la nueva película de Christian Lerch. Con diálogos tan ásperos como este, el director cuenta la desesperada huida de Anna y su hijo Félix de la bombardeada Múnich. Se instalan en una pequeña población, alejada de las bombas, pero igual o más conminada por los discursos del Führer. En ella, cada uno aborda de diferente manera su estancia allí. Mientras que la madre acepta pocos mandatos de la imposición nacionalista socialista, las vacuas promesas de sus vecinos convierten al niño en un ser cruel. Este escribe una carta a Hitler, cuya lectura deja entrever la autenticidad y la dedicación del artista en su primera ficción.

El largometraje enseña el posicionamiento de los ciudadanos alemanes en esos años proyectándolo en sus protagonistas. Félix representa el acatamiento del nazismo, producto de la pobreza y la desesperación consecuente al Tratado de Versalles. En contraposición, su amiga Martha y Anna temen las violentas acciones de su entorno y las reconocen como consecuencia de la guerra. Manteniéndose en un eje distinto, el líder del poblado es también el más sanguinario e incondicional al régimen, por lo que ha educado a su hijo Karri con sus mismos valores. Por consiguiente, tiene acceso a armas y no duda en ejercer su tiranía para defender aquello que cree suyo por sangre. Por otro lado, Tofan es marginado y torturado por ser un inmigrante transilvano. No obstante, lucha por encajar. De hecho, llega a posicionarse del lado del verdugo que le grita: «Refugiado, eres y serás siempre el enemigo».

La destrucción no tiene final, solo principio, y en el filme se sitúa en una aldea. Josef Einwanger, el guionista, minimiza el espacio y lo traslada al pequeño pueblo con inteligencia para recalcar el gran horror con precisión y naturalidad. Expone a sus ciudadanos como un enjambre de gente enferma que se contagia la rabia y el miedo. Esta agresividad lo invade todo, protegiendo hasta la muerte a aquellos que compartan la brutalidad impuesta y sacrificando a quien no con falsa legitimidad. En consecuencia, no hay tiempo para jugar. La transición de crío a joven se abole con honores en ritos de paso. Uno de estos es la caminata de fuego, en donde a los más fuertes se le dota de más prestigio. La crueldad hereditaria que premia la brutalidad se muestra como en la Inquisición, venerando a un dios omnipresente por medio de violencia medieval.

Christian Lerch aprovecha el tirón de la aclamada Jojo Rabbit para retratar a Alemania en la Segunda Guerra Mundial, aunque desde una visión intimista y trágica. Pese a que está interpretada por menores, su perspectiva no está infantilizada, lo que le permite relatar el conflicto con realismo. Un ejemplo de dicho tratamiento es cómo los personajes afrontan el fallecimiento de sus seres queridos. A pesar de su corta edad, son totalmente conscientes de la existencia de la muerte y de su dolorosa naturaleza. Puesto que es imposible ocultarles el horror que les rodea, la justifican convirtiendo a los combatientes caídos en héroes. Así, glorifican las decisiones de Hitler y la propia guerra, de tal forma que validan y engrandecen el régimen totalitario. Mediante esta tesis, el cineasta recurre a la memoria histórica de su país para recordarnos el peligro de los partidos sustentados en mensajes de odio.
 

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