Roux Feelfree
Últimas entradas de Roux Feelfree (ver todo)

No nos olvidemos que aunque la voz ahora la tengan las kabulíes, hay mujeres en Afganistán que no tienen salida ni esperanza

Manal Al Dowayan
Obra: Courage, 2012 de Manal Al Dowayan | StyleFeelFree

El mundo se enfrenta a un cambio de paradigma. El COVID-19 ha sido el detonante de un caos que, paradójicamente, nos está domesticando. Nunca antes habíamos sido menos críticos con los sistemas. En un sentido u otro. Negacionistas disparatados o aceptacionistas sin reservas que han cedido todo el poder a los peritos de turno. En cambio, con la escalada de influencia y dominio que ha ido conquistando la insurgencia talibán solo parece existir una línea de discurso. En una sociedad claramente bipolar que además vuelve a recuperar dinámicas de la Guerra Fría, todos, aparentemente, estamos de acuerdo en algo. La fábula moral, con la que los poderes fácticos llevan dos décadas sugestionándonos, ha funcionado. Pero ahora no les conviene a los poderosos que les recordemos que el Talibán es la fuerza a batir y que tienen un compromiso moral con el pueblo afgano y especialmente, con las mujeres. Un compromiso más urgente si cabe, no solo con las mujeres en Afganistán, sino con aquellas olvidadas por el establishment. Mujeres de lo rural, esposas, hijas o hermanas de fundamentalistas que no han tenido opciones en la vida y a las que se les ha negado todo.

Pero en realidad, ¿quiénes son los talibanes? ¿Quiénes son esos señores que han sembrado el pánico a lo largo de todo el planeta? La etiqueta de talibán se ha venido usando indiscriminadamente, cuando Afganistán está dividida en grupos y etnias que llevan mucho tiempo peleándose por distintas razones. El Talibán es una de esas facciones que germinó en la década de los noventa del siglo pasado. Surge en Pakistán, en escuelas llamadas madrassas que se construyeron a propuesta del rey Faisal, de Arabia Saudí, que quería propagar una interpretación ortodoxa de la ley islámica, siguiendo doctrinas wahabistas. Lo hizo por una razón soberana, contener el comunismo que se estaba extendiendo por el mundo árabe. Pero también, para evitar que el estilo de vida americano se contagiase entre su población. No obstante, no pudo detener a los soviéticos que invadieron Afganistán en los años ochenta. Estos, a su vez, fueron expulsados con la ayuda brindada por el gobierno de Reagan. Pero en los noventa, librados de invasores, los señores de la guerra, talibanes a más señas, ahora financiándose con la heroína, sembraron de terror el país. ¿Quién levantó la voz entonces? ¿Quién se acordó de las mujeres en Afganistán?

Habitamos sociedades hipócritas y dirigidas. Las opiniones públicas, no tanto por estar tuteladas —que también— sino porque sus dinámicas internas generan focos de interés y es difícil salirse de ellos, ahora señalan a los talibanes con el dedo y les exigen a la comunidad internacional garantías para que no se vulneren los derechos de la mujer. Las únicas mujeres afganas que empezaron a tener algunas libertades en los últimos años fueron las kabulís, que ahora no quieren ver mermados los derechos que les otorgaron las fuerzas extranjeras para legitimar la invasión y construir una sociedad que tuviera como modelo a las occidentales. Parecen ser las únicas a las que, en todo caso, se les va a brindar apoyo. La asistencia a las mujeres en condiciones de vulnerabilidad nunca lo es de forma equitativa. Sigue siempre patrones muy similares a los que orquestan la pirámide social. Por eso, es fácil acordarnos ahora de las mujeres que han alcanzado cierto poder en Afganistán y olvidarnos de las que no tendrán ninguna opción para aliviar su sufrimiento, si acaso no están ya anestesiadas por estructuras que las han despojado de cualquier rastro humano. Aquel que reconocemos cuando exigimos dignidad.

De un tiempo a esta parte llevo observando cómo el Feminismo muchas veces es excluyente. No se mira lo colectivo, sino lo particular. No se miran las desigualdades en su conjunto, sino algunas desigualdades. Y esta es la razón que hace que sean más fácilmente atacados los movimientos que buscan acabar con las otredades normalizando precisamente la otredad, imaginando un lugar común en el que todos podamos ser ciudadanos de pleno de derecho, sin importar qué identidad nos defina como sujetos pensantes en un mundo plural en el que la diversidad es necesaria. Feminismos que son atacados por los que realmente no quieren una sociedad plural, sino una sociedad que perpetúa el privilegio. No hagamos lo mismo dándole crédito solo a las mujeres en Afganistán que alzan la voz, sino precisamente a aquellas que no tienen los recursos para alzarla. Y tampoco queramos hablar por ellas, en defensa de nuestros propios intereses. El Feminismo cuando usa lo colectivo con fines individualistas se languidece porque las mujeres que están en situaciones de vulnerabilidad se sienten excluidas.