Rosana G. Alonso
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Con una cámara sigilosa que se mueve con afán voyeurista, pero sin intromisión, Arturo Ripstein firma, con ‘El diablo entre las piernas’, una de sus obras cumbres

El diablo entre las piernas | StyleFeelFree
Imagen de la película El diablo entre las piernas | StyleFeelFree

Arrancando con el tema Ich bin von Kopf bis Fuß auf Liebe eingestellt (Estoy a punto para el amor de los pies a la cabeza) que interpreta Marlene Dietrich en El ángel azul y finalizando con el sonido de una cajita de música que acaba de componer un diabólico cuento de amor-perversión, la película dirigida por Arturo Ripstein, El diablo entre la piernas, se alza como una de las obras cumbres del autor de Profundo carmesí. Heredero de Buñuel, artífice de una de las filmografías más inspiradoras de una cinematografía mexicana que absorbe la realidad para vomitarla, aquí compendia su tesis. Sus estrategias narrativas, afiladas por la extraordinaria y vertiginosa escritura de su compañera sentimental, Paz Alicia Garciadiego, se pueden resumir en su predilección por los juegos de poder y la pulsión entre la vida y la muerte.

No obstante, es necesario leer El diablo entre las piernas fijándose en cómo estas pulsiones se forjan en la lucha entre el amor y la repulsión, entre el deseo y la apatía por la vida. Son esquemas que nos devuelven al ser humano en su condición más miserablemente humana, que es la que atiende a sus bajas pasiones e instintos devoradores. Ripstein no usa en cambio estos estímulos —aunque pudiera parecerlo si solo se atiende a su representación— para regodearse en lo sórdido, sino para explorar los vacíos de la psique humana y sus delirios, donde habitan las carencias emocionales. Todos estos entramados se iconizan en esta cinta con una extraordinaria composición de la imagen que deja ver un trabajo artístico, fotográfico y un diseño de producción que buscan tanto el realce como la decadencia. Tanto la construcción de un castillo encantado, como una cárcel de amor.

Hay una extraordinaria riqueza visual que se perfila en un espacio fantasmagórico en donde lo maravilloso se deja eclipsar por lo monstruoso. Es un lugar demarcado por amplias habitaciones repletas de recuerdos, de cachivaches, de sufrimientos y de soledades. Y entre todo esto, sobresalen los cuerpos decrépitos de un matrimonio de edad avanzada que mantiene un juego perverso de relaciones de poder y sometimiento. A ellos los sigue una cámara sigilosa que se mueve con afán voyeurista, pero sin intromisión. Él, el viejo —no sabemos su nombre—se presenta como un Otelo delirante que denigra a su mujer con palabras ofensivas. Ella misma anota los improperios que le suelta en una libreta, como una forma de sometimiento y castigo por el rol de mujer en una sociedad patriarcal. La mujer, la puta, la instigadora. Ha perdido su dignidad, para ser una muñeca rota.

Las mujeres en los guiones de Garciadiego siempre son heroicas, incluso en su entrega y sus miserias. Pero no pueden evitar estar recluidas a marcos que las inmovilizan convirtiéndolas en juguetes de un azar mediado por las condiciones sociales. El personaje de Beatriz, interpretado con ahínco por Sylvia Pasquel, no obedece a su voluntad, sino a la de su marido. Sin embargo, se nutre de esa voluntad-otra para ocupar un lugar violentado por el deseo. Es una mujer machacada y maltratada por la vida, que finalmente asume la decisión de ser objeto. En palabras de Simone de Beauvoir “la mujer es un existente al que se pide que se convierta en objeto; como sujeto tiene una sensualidad agresiva que no se sacia en el cuerpo masculino; de ahí nacen conflictos que el erotismo debe superar”.

La cinematografía de Ripstein sigue insistiendo en comprender un mundo desgarrado en el que habitan seres despedazados que aspiran a disipar su sombra entre las sombras. Siendo algo imposible de ejecutar viven entre pulsiones, deseos, miserias y esperanzas que los denigran cada vez más. En este panorama, la mujer es sometida más a escrutinio que el hombre, porque en ella pulsan más ardientemente todas las deformidades de un social edificado para subyugarla. Y tras este cristal empañado que la retrata, en una cinematografía que se esfuerza por mostrar el artefacto que expone las tensiones entre realidad y apariencia, se recurre a lo esperpéntico. En un giro nitzscheniano que busca escaparse del control de la cultura, invirtiendo los dogmas de la belleza, del éxito, del amor y de la familia.
 

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