Óscar M. Freire

El lirismo hallado por Anabel Rodríguez Ríos en ‘Érase una vez en Venezuela’ da un baño de agua fría sobre la gran crisis venezolana sin perder su pasional militancia política

Érase una vez en Venezuela | StyleFeelFree
Imagen de la película Érase una vez en Venezuela | StyleFeelFree

“Te marchas muy lejos sin volver atrás” suenan los versos de Oswaldo Oropeza sobre los títulos de crédito finales. La canción se llama La noche de tu partida; la película, Érase una vez en Venezuela. Estos dos títulos esconden —y desbordan— toda la poética y el misterio del documental de Anabel Rodríguez Ríos. Con cuentos, fantasías y esperanzas perdidas; con rendiciones, exiliados y huidas a plena luz del día; con una emocionante militancia política. Porque sí, el documental es abiertamente crítico, contestatario antichavista, y desolador a partes iguales. Pero también esboza el modo de vida, al borde del hundimiento, de personas rebosantes de vitalidad y feroz lucha; y una cultura cimentada en la solidaridad y el trabajo comunitario.

Una aldea paradisíaca construida sobre las orillas del Lago de Maracaibo, el Congo Mirador, es el escenario. Los rayos que surcan el cielo nocturno sin quejumbrosos truenos, la luz. Y los sedimentos que anegan las aguas transformándolas en barro, la gran amenazada. De modo que, sin más herramientas que la intromisión en la vida de sus ciudadanos a lo largo de dos años, se compone un collage de situaciones cotidianas que, maximizadas progresivamente, muestran el estado, el gobierno y la confrontación de toda Venezuela. Utilizando como símil dos mujeres, una maestra opositora y una representante revolucionaria, se deshilacha un conflicto muy distinto de lo que se puede imaginar. La batalla entre ideologías deja paso al enfrentamiento entre mantener con vida un sistema que agoniza, o exiliarse y dar por muerto el proyecto socialista. La batalla, mil veces representada, de vivir en sueños o sufrir la cruda realidad.

Así, según pasan las escenas, el pesimismo que atormenta a los personajes se adueña del relato. El tiempo pasa y la sedimentación, que no descansa, convierte la escuela, la iglesia y las casas en pantanosas vegetaciones aisladas. El sorprendente estilo de vida, de pesca, de barcas, de baños, se sustituye por hogares que surcan las aguas y se funden en el horizonte. De tal forma que, lo que fue una vez Venezuela, hoy no es más que un cuento y, como dice la canción, “llegó la noche fatal, noche de agonía para mi soñar”.
 

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