Óscar M. Freire

Las lecciones de un falso persa sobreviven con éxito el reto de mostrar el Holocausto en la película ‘El profesor de persa’

El profesor de persa | StyleFeelFree
Imagen de la película El profesor de persa | StyleFeelFree

Desde el documental Shoah (Claude Lansmann, 1985) hasta La lista de Schindler (Steven Splierberg, 1993) o El hijo de Saúl (Saúl Ausländer, 2015) los cineastas se han preocupado por mantener vivo el recuerdo del holocausto nazi. Este año la apuesta parece ser la producción bielorrusa, ex-candidata a los Oscars, El profesor de persa de Vadim Perelman. Una magnética historia sobre un preso judío, Gilles, que consigue sobrevivir en un campo de concentración haciéndose pasar por persa. Gracias a su ingenio y memoria, enseña a un oficial de la SS un idioma inventado haciéndolo pasar por farsi. De este modo, la relación entre ambos acaba por sobrepasar el antisemitismo y la incomunicación en medio de la II Guerra Mundial.

Frente al riesgo de ficcionar un acontecimiento para algunos irrepresentable, el filme se escuda tras arquetipos conocidos. La historia no es nueva, la forma de narrarla tampoco. Sin embargo, la película es capaz de mantener el pulso, el interés y la emoción a golpe de guion e interpretación. Los actores Nahuel Pérez y Lars Eidinger destacan por la construcción de personajes poco tradicionales: un héroe flacucho y pálido, pero valiente y astuto; y un villano mezquino capaz de enamorarse. Con el paso de los minutos, las lecciones entre ambos desvelan el humanismo que es ensombrecido por las ideologías. La comunicación se convierte en el eje de la supervivencia. Un discurso que, por momentos, equilibra las crueldades de uno con la bondades del otro a través tan solo de sus movimientos sobre el decorado.

Aquello que se desenvolvía con virtud entre los protagonistas, es una lástima que se resuelva con maniqueísmos en los personajes secundarios. Un romance entre oficiales, una secretaria rencorosa y un cabo obsesionado con desenmascarar la verdad son los brochazos que deforman el contexto, la Alemania nazi de 1942. En la práctica, se percibe como un intento desafortunado por comprender la sociedad germánica o puede que, simplemente, sean afluentes que empujen la trama principal. Acciones que precipitan con fuerza a un personaje atrapado en su propia red, creando así, la tensión perfecta que captura al espectador.

En ocasiones con una sonrisa incómoda, en otros con desolación, las secuencias se suceden con una ligereza disfrutable. Sin grandes lecciones morales ni deseos de perderse en la esencia del conflicto, el filme se desarrolla con la tensión suficiente como para no apartar la vista. Solo al finalizar, cuando se encadenan los nombres de las víctimas ante las miradas atónitas, se interioriza la magnitud de la tragedia. Un pequeño apunte final que ayuda, cuando no socorre, a mitificar al héroe otorgándole una transcendencia histórica antes ausente. Quien se esté esperando una buena película sobre el holocausto se llevará la decepción de encontrarse con una buena película sobre la comunicación humana. Comunicación inventada y existente, engañosa y verdadera, bienintencionada y maquiavélica, siempre humana.
 

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