Rosana G. Alonso
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Doce años después de su anterior película, Paul Morrison, en ’23 paseos’, se une a una nueva mirada cinematográfica que busca retratar, con plenitud, estratos de edad hasta hace poco ignorados en el cine

23 paseos | StyleFeelFree
Imagen de la película 23 paseos | StyleFeelFree

Marcada por 23 paseos, la película del mismo nombre entra en una corriente que ha explotado en los últimos años. Hasta hace poco, retratar la ancianidad —un término complejo de definir— era un rara avis en el cine. Y cuando aparecía, generalmente era evitando las relaciones románticas o pasionales, como en la conmovedora Una historia verdadera de David Lynch, que narra el viaje de reconciliación de dos hermanos en los últimos años de su vida. O para tratar de emparejar a un hombre bordeando la vejez, con una mujer mucho más joven. Pensemos por ejemplo en la extraordinaria Lo que queda del día, de James Ivory; o en Los puentes de Madison, de Clint Eastwood. Quizás Another year, de Mike Leigh; o Amor, de Michael Haneke, fueron las que sentaron un precedente más claro. Poco a poco, hemos ido descubriendo la vejez con otros ojos.

Sin embargo, la industria del cine, hasta hace unos años, estaba más interesada en retratar la juventud. Ni siquiera la mediana edad era aceptable en el caso de las mujeres. La juventud, no obstante, se advertía distorsionada. Casi siempre, por los condicionantes sociales azuzados por el cine. Hubo un tiempo en el que todas las miradas estaban puestas en esa extraña etapa en la que ansiamos la revelación, tan llena de incertidumbres, tan difícilmente asumible cuando se pretende una plenitud idealizada por una pantalla-contraespejo de la realidad. Como si solo pudiésemos tener derecho a sentir, a vivir, en una franja de edad muy delimitada.

Hasta que llegó el momento en el que el mercado —que tardó en reaccionar— se dio cuenta de que esa juventud soñada, no era precisamente el segmento más rentable. Ni siquiera el más atractivo. Y ahí tenemos, por ejemplo, cintas como El agente topo; El padre; This Is Not a Burial, It’s a Resurrection; Y llovieron pájaros o El viaje de sus vidas, por citar algunos de los títulos más recientes. 23 paseos, en realidad, no rompe con la tradición, pero consolida una realidad visible. El cine empieza a mirar con menos condescendencia a la infancia, a la vejez, a las mujeres. Es evidente esta nueva narrativa, cuando estos personajes, dormidos durante tiempo, se construyen no para trasgredir la norma, sino para explotarla. Poner en valor las trayectorias de personas ancianas era necesario. Igual que normalizar las distintas corporalidades, las distintas sexualidades, las distintas formas de representarnos y presentarnos en sociedad.

Paul Morrison aquí, doce años después de su anterior filme, aunque no llega con vocación de cambiar lo social, consigue al menos construir un relato en el que la pareja que componen Alison Steadman y Dave Johns tienen una química formidable. Y hay que reconocerle el acierto de que el intérprete de Yo, Daniel Blake sea más joven que su pareja de ficción. Por lo demás, más allá de hablar de relaciones afectivas pasados los sesenta, tiene su interés porque hila otros temas de calado social como la precariedad o la soledad. Y sirve para confirmar que la vida empieza a sentirse urgente, a medida que vamos consumiéndola. Una verdad tan aplastante, como sencilla.
 

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