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Rehuyendo de la precisión historiográfica el ‘Napoleón’ de Ridley Scott funciona como película que mira a los tiempos sin sonrojarse por su buscado heroísmo en todos los frentes del campo de batalla
Cada cierto tiempo llega una película a la cartelera envuelta en la polémica. Con Napoleón no podía ser distinto. El célebre estratega militar sigue siendo una de las figuras más fascinantes de la historia. Por esta razón, cuando se anunció que Ridley Scott estaba rodando el proyecto, nada menos que con Joaquin Phoenix, comenzaron las fabulaciones. ¿Podría superar el metraje de Gance? Aunque las comparaciones sean injustas, más aún en este caso en el que las distancias son más que evidentes, estas sirven de diatriba que desmantela las intenciones iniciales de hacer un Braveheart contemporáneo. Sin embargo, son más quienes acusan a Scott de su falta de rigor histórico. Se les olvida a todos ellos que el artífice de películas como Blade Runner o Gladiator no pretendía, en ningún caso, ni dar una clase de historia ni medirse con sus predecesoras. O eso parece, a todas luces. En su lugar, toma a un personaje que funciona como gancho para la audiencia a la que agasajar con un relato repleto de ideas sino intrépidas, al menos enérgicas y en consonancia con una actualidad que vuelve a reclamar historias románticas a través de las cuales huir del exceso y la mentira.
Con todo esto, no seré yo quien justifique una cinta que, efectivamente, busca la aprobación de un público que solo quiere un coctel oportunamente maridado de escenas que participen del heroísmo desde todos los ángulos. Del romántico, al bélico, al patriótico. Una miscelánea perfectamente hermanada y registrada en la mítica frase que emite Napoleón como epitafio epopéyico: Francia, Ejército, Josefina. Ninguna inteligencia artificial hubiese sido más certera. Y, si bien Josefina sobresale en la ecuación, el conjunto queda sobradamente compuesto. Aunque Napoleón es la cara visible que resuelve la lógica argumental, no obstante Phoenix sigue con los mismos ademanes y gestos que le hicieron famoso. No es que decepcione, pero no logra cautivar con un personaje que bien podría haberle puesto en bandeja su próxima nominación a los Oscar. Ello también permite que todas las miradas recaigan en Vanessa Kirby, esmeradamente erotizada para seducir a parte de la audiencia y con el suficiente brío como para que la trama alrededor de su presencia no decaiga.
Por más que haya muchos motivos de crítica, seamos honestos, la película no es ningún despropósito, tiene tantas virtudes como desatinos. Entre sus desatinos más flagrantes está el vestuario a cargo de Janty Yates y Dave Crossman. No es solo que sea anacrónico. Sigue siendo lo de menos en un filme que casi presume de ello en pos de una mentira pretendida y más elevada que todo lo que una verdad manipulada por la historiografía evidenciaría. Es más una cuestión de acomodo y gracia artística que pueda contribuir a realzar el conjunto, como ocurre en el siempre extraordinario equipo de vestuario que gira en torno a Yorgos Lanthimos en sus últimas películas. Por lo demás, la banda sonora es eficaz y no deja de ser sorprendente que incorpore distintas piezas clásicas (Haydn, Purcell) con canciones populares de la época. Otro de los grandes focos de atención está en las batallas que se desarrollan con conveniente sentido pirotécnico y un buen uso del sonido. Este Napoleón no deja de tener el estruendo que necesita (para bien y para mal). El ruido le permite, en otro orden de las cosas, enfrentar no tanto a la audiencia en general como a la crítica. Como correspondencia con un campo de batalla no tiene parangón.