Rosana G. Alonso
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Resolviendo satisfactoriamente la obra de la que precede, ‘El último verano’, de Catherine Breillat, solventa todos los conflictos que pueden darse en una obra cinematográfica

El último verano | Película | StyleFeelFree. SFF magazine
Imagen de la película El último verano | StyleFeelFree. SFF magazine

Con Reina de corazones, de May El-Toukhy, aparentemente, llegaba el escándalo. El argumento de la cinta danesa no dejaba lugar a dudas y el tráiler presentación de la película tampoco. Rompiendo las barreras generacionales y, jugando a Nabokov, la posibilidad de que una mujer en la mediana edad pudiera tener un affair con un menor ya no era algo improbable. Y, aunque censurable, no tenía por qué llevar implícito un cuestionamiento reprobable más allá de un hecho que pudiera ser delictivo. O, al menos, no por parte del que filma. Por eso, aunque la posibilidad se hacía efectiva, en la práctica, en la resolución del desafío que sembraba tras de sí la pieza al completo —ya no el preámbulo—, también se alimentaba al monstruo de la misoginia que juzga antes de observar los pormenores. Esto es, la violencia de la situación, en El-Toukhy, se solventaba con más violencia. En sí, mirar cuando la imagen está viciada también es un acto violento, intoxicado por la perspectiva.

Esto evidenciaba varias cosas que, de hecho, sabíamos. Que una película estuviese firmada por una mujer no impedía que su mirada no estuviese mancillada por la intoxicación social de la imagen cinematográfica. Una imagen que lleva alimentada por la sospecha sobre todo lo femenino desde que el cine es cine. Por eso, Trine Dyrholm, siguiendo este mismo proceder, solo podía ser una vampira que se alimenta de la sangre masculina para perpetuarse en el poder. Es el juicio de El-Toukhy el que lo decide así. El personaje femenino central parece sobrevivir a expensas del abuso y la mentira, y en ello no entra el terreno de una psicología que indagaría en el dilema que sustenta la acción. La prueba del juicio se advierte desde muchos ángulos, empezando por cómo la cámara encuentra siempre la mancha y el desorden sea en la huella corporal o en el deseo mismo. Pero si hay una prueba fehaciente del juicio en la mirada está en el fatal desenlace. La víctima, inevitablemente, solo podía tener un final fatal para que el espectador pudiera señalar con el dedo a su verdugo. La monstruosidad ya no tenía ningún tipo de escapatoria porque estaba al descubierto.

Puede ser que en todo esto se pueda ver únicamente un análisis moralista cuando era la propia película la que emitía un criterio. Para aclarar los términos del conflicto, reparando sus tachas, llega ahora Catherine Breillat con El último verano y se resuelve la ecuación. La cineasta francesa tiene entre sus manos la misma historia, pero no manipula al espectador afrentando a los personajes del relato a sus transgresiones. Y, aunque tiene que dar un giro en el desenlace para no condenar a su protagonista, hace una demostración que es la prueba fehaciente de que una misma historia puede resolverse de muchas formas y llevar implícito un sesgo aleccionador o no. Ella, la subversiva autora de Une vraie jeune fille que construyó el deseo femenino a partir de la esencia misma del deseo sometido a su vorágine social, ella que igualmente lo liberó convirtiéndolo, paradójicamente, en un icono cinematográfico de inminente grafía repleta de sensualidad, obra el milagro porque rescata a sus héroes dotándoles de la ingenuidad del deseo mismo que convierte a Léa Drucker en una mujer de mediana edad que regresa a la niñez. Esa candidez persigue todo el filme a través de un aura irresistible, que juega continuamente al escondite, lo que resulta un ejercicio siempre fascinante.

Si por algo es radiante El último verano es por la comprensión de la vulnerabilidad de los afectos y los deseos sometidos a un espacio que tiene la brillantez del que compuso Sayombhu Mukdeeprom bajo la batuta de Luca Guadagnino en Call Me by Your Name. El verano se respira. El amor se respira. Y el aire tiene el sello de esa cinematografía francesa que reivindicó Varda o Chabrol entendiendo la libertad en su única acepción posible, la que intuye, y por tanto, deduce, que la voluntad y la confianza en el ser humano —en la mujer principalmente— son inquebrantables. Por otra parte, como acostumbra a hacer Breillat, la dimensión de los cuerpos en el espacio traza una arquitectura asombrosa determinante en la cimentación de estrategias narrativas que evitan el juicio sistemático otorgando a la cámara la distancia que necesita para observar sin redimensionar. Ordenando el desafío de la imagen, de las diferencias que confluyen hacia un lugar en el que la diferencia también puede constituir una oportunidad de reencuentro en un espacio de candidez que se transforma. Así, el remake adquiere un notable lugar que supedita la obra de la que procede a un espacio secundario. Breillat, erigiéndose con mano justiciera mira de frente la psicología femenina en una acción repleta de responsabilidad y compromiso. Y lo hace con la responsabilidad añadida de hacer un cine que juega con todas sus herramientas para que no deje de brillar. Sin duda, la luminosidad de esta obra no tiene precedentes. Ni siquiera en su trayectoria.