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Condensando y esbozando su cualidad empírico-satírica Pablo Larraín, en ‘El Conde’, hace su ejercicio más excesivo para diseccionar el mal absoluto y explicar el auge de los fascismos
Es evidente que, como ocurrió en todos los países en los que el fascismo pudo llevar a la práctica su desvarío totalitario e inflexible para con la libertad individual, en Chile sigue viviendo el fantasma de Augusto Pinochet. Por eso, no es de extrañar que la filmografía de Pablo Larraín esté atravesada por su figura. Claramente en No, ha continuado serpenteando su obra como una sombra que sigue arraigada en su séquito de descendientes alimentados de su acerbo. Lo que viene a confirmar que, probablemente, sea imposible acabar con los fascismos de cualquier índole. Persiguiendo esta presunción, el cineasta chileno imagina un Pinochet vampiro que lleva vivo desde hace 250 años reinventándose y adoptando nuevos trajes y rostros. Lo vemos en la Revolución Francesa llevándose la cabeza de María Antonieta y sus efectos personales. Por Europa y América del Norte. Sin embargo, es en Chile donde hace su gran obra, donde lleva su delirio de grandeza y terror hasta las últimas consecuencias.
El vampirismo como metáfora que conecta con el mal absoluto, una maldad casi infantil y desprovista de grises resulta muy expresivo en El Conde de Pablo Larraín. La película, que compite por el León de Oro en el Festival de Cine de Venecia, es su filme más delirante. Solo por ver a Pinochet en la piel de Jaime Vadell sobrevolando los cielos en un viaje volador que parece rememorar al Fellini de Ocho y Medio ya merece la pena. De un grafismo satírico, que no deja indiferente, sus bizarradas y gags escriben un lenguaje del absurdo que sobresaldría más si no fuera porque la música a veces solapa el tono descriptivo. Allí donde la expresión es suficientemente explícita, también por ese lenguaje punzante de Larraín, no hubiese sido necesario tanto adorno y énfasis. Y a pesar de ello, como propósito deseado para poner de relieve un contundente mensaje de advertencia, se entiende la exageración, el éxtasis y la imprudencia.
Razonando que la historia es cíclica hay cierto interés en componer un concierto para las masas, para avivar el ánimo, para imitar aquello que denuncia. Y bajo esa orientación, esta historia de vampiros, esta fantasía que solo podía imaginar Larraín con su concienzuda fascinación por la herida verbal, cruza el umbral del sentido común. Lo hace con ganas de saborear la sangre, de olerla y de arrojarla al público en forma de sátira y farsa política. Para ello, su elenco de actores, que constituyen una familia en su filmografía, no defraudan. Hasta tal punto, que no sabemos si ellos son larranianos o los mismos intérpretes que han participado en su recorrido fílmico son los que han conferido la identidad de un Larraín que aquí condensa en un gesto en blanco y negro el sentir chileno. Es imposible a estas alturas disociar a Alfredo Castro, a Jaime Vadell o Antonia Zegers de una de las trayectorias más interesantes y desgarradoras del cine latinoamericano. Merece la pena relajarse y disfrutar del espectáculo.