Rosana G. Alonso
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Hay más delirio que anhelo en el documental ‘Canto cósmico. Nicho de Elche’ que proponen los cineastas Mar Sempere-Moya y Leire Apellaniz

Canto cósmico. Niño de Elche | StyleFeelFree
Imagen de la película Canto cósmico. Niño de Elche | StyleFeelFree

¿Quién es en realidad Niño de Elche? Con la intención de responder esta pregunta Canto cósmico continuamente se enfrenta al artista, al personaje que impide destapar al hombre. Aquí se establece un duelo entre Francisco Contreras Molina (Elche, 1985) hijo de Paqui Molina y Aladino Contreras; y su alterego, Niño de Elche. Pero según avanza el documental, dirigido a dos manos por Mar Sempere-Moya y Leire Apellaniz, se ve que esta dialéctica no encuentra acomodo. En una sociedad mitómana que erige a deidades para consagrarlas a un fuego sagrado que conforma la retórica del hoy, el hombre se sabe vulnerable. Y frente a esa vulnerabilidad, se construye un tótem que contrapone sus temeridades y delirios a sus deseos. Porque en este territorio de la imagen hay más delirio que anhelo; más duda que certeza; más lucha que conciliación. Un espacio de paridad en donde Niño de Elche se sitúa.

La performance que cierra esta cinta da fe de esta construcción que busca provocar. Bien sea rechazo o fervor. En esta escena final, un grupo de hombres y excepcionalmente, alguna mujer, cargan sobre los hombros a un Niño de Elche oculto bajo una sábana. Todos van desnudos en un acto de sumisión y fe máxima. Desde un enfoque costumbrista que se sabe necesario para cristalizar, la película trata de dar brillo a un armazón que protege al artista. Pero al fin de cuentas, también parece preguntarse sobre el sentido del arte. ¿Qué es ser artista en la actualidad? ¿Cuál es la misión del arte sino la de estimular, asediar, compilar, amalgamar, compendiar, hacer un bosquejo de una realidad doliente y abstracta? Aunque sea a costa de granjearse antipatías. Porque solo en la confrontación la vida emerge.

En la convocatoria para prensa a la que asistí para ver Canto cósmico y así poder realizar este artículo pude constatar por mí misma el rechazo que puede llegar a suscitar Niño de Elche. Algunos de los asistentes abandonaron la sala antes de acabar la proyección. Me quedo con la sensación de que su repulsa, probablemente, no tuviese que ver con los modos del audiovisual para componer una sinfonía. De voces, imágenes y simbologías. Más probablemente, por el propio miedo de la audiencia a enfrentarse a una presencia que es definitoria de nuestro tiempo, moviéndose entre la arrogancia, cierto narcisismo y una afectación desubicada. Entre citas y proclamas, se hace evidente que como espectadores podemos tener la sensación de asistir a un proceso mitómano que, precisamente, busca esquivar al mito. Y en este proceso, mirar a los ojos a nuestro tiempo, con sus cargas añadidas, no deja de ser frustrante.

En todas estas contradicciones nos encontramos, no obstante, con los elementos que satisfacen la creación contemporánea. Un conjunto de acciones plagado de ilusiones, amenazas y espectros que nos incitan a encontrarnos con una realidad sobredimensionada y hostil. Niño de Elche no es más que un apóstata que, para superar sus miedos—él mismo lo reconoce—, ha vendido su alma. ¿A quién? A juzgar por el documental ni él mismo lo sabe. A pesar de sus certezas, y aunque no duda de sus referentes que pueden resultar obvios. Interesante documento fílmico para pensarnos y quizás, para entablar una conversación ficticia con uno de los artistas más importantes de nuestro tiempo y territorio. ¿De veras, nos volvemos más fanáticos a medida que envejecemos? Es preciso ver Canto cósmico para enfrentar el argumentario de un creador que ha sabido continuar el flamenco bebiendo de otras disciplinas y lenguajes escénicos como el butoh.
 

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