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El viaje que propone Rodrigo Moreno en ‘Los delincuentes’ está surcado de sorpresas que mantienen un pulso extraordinario entre el cine clásico y el más contemporáneo en forma y contenido
Brillantemente integrada la música, la literatura y el sentido del humor argentino Los delincuentes, de Rodrigo Moreno, brilla en su afán de procesar el cine clásico que teje una red con los modos y discursos del contemporáneo. Una película de un atraco a un banco, que en realidad se fragua como un remake de Apenas un delincuente de Hugo Fregonese, cambia las tornas, sin perder aplomo, y manifiesta constantes vitales. Salvando las distancias con la de Fregonese, Moreno solo encuentra en aquella una inspiración que le sirve como punto de partida para cuestionar la libertad individual. Ya lo decía Pappo’s Blues, un grupo argentino al que convoca Los delicuentes con don de la oportunidad, cuando hablaba de la libertad en su tema Adonde está la libertad. Ese extraño concepto, difícilmente aplicable en la vida, se resuelve señalando al sistema de trabajo alienante, el amor como enajenación que desvía el camino hacia la anhelada libertad o la búsqueda de algo inalcanzable que de sentido a la vida.
Son más de tres horas de metraje, livianas en la práctica de ver, que se dividen en dos partes. La primera se centra en el banco y en la cárcel. En la sucursal se investiga el robo que comete Morán, uno de sus trabajadores. Se sabe porque en su plan está que se sepa. No tiene táctica más que chuparse unos años de cárcel que le abrirán el paso a una vida de ensueño, sin tener que trabajar. Y entonces entra en el juego Laura Paredes como responsable de investigar a todos los trabajadores para detectar a posibles cómplices del hurto. Con mano implacable que no imposibilita el humor, la detective hurga en el día a día de los trabajadores dejando a su paso escenas memorables. Ya en la cárcel todo se torna más turbio. Morán tendrá ahora que lidiar con el chantaje y la extorsión. Pero es el precio que tendrá que pagar por su libertad.
Finalizada la primera parte, claramente delimitada, la segunda se abre con un telón de fondo más bucólico. Desconcierta al principio, sin embargo, Rodrigo Moreno sabe muy bien hacia dónde va y qué rutas tomar. Cambia las tácticas, y desde la película de atracos y carcelaria abre un nuevo sendero hacia un cine romántico que está viviendo sus mejores momentos. Se permite incluso complicar la trama con un triángulo amoroso inesperado, pero no erra en ningún momento. Se toma su tiempo, el necesario, y hasta el último minuto de metraje mantiene expectante al espectador en un espacio suspendido en una placidez mundana que guarda ciertas analogías con ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? de Alexandre Koberidze. Es magistral cómo las estrategias narrativas no se pierden nunca en este crisol que remite al Mariano Llinás de La flor. El cine argentino está atravesando un momento espléndido y Moreno lo ratifica.