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El documental de D.W. Young, ‘Libreros de Nueva York’, acerca el particular mundo del coleccionismo literario a la disrupción del jazz
Entre laberintos oscuros de estanterías abarrotadas con libros antiguos y objetos de coleccionismo, entre relatos fantásticos, anécdotas y sueños, habitan los variopintos y excéntricos libreros (y libreras) de la Gran Manzana. Es un universo discreto y selecto, sólo accesible para las ricas chequeras y los compulsivos fanáticos. No obstante, D.W. Young ofrece una buena oportunidad para asomar la cabeza y curiosear entre los tesoros que custodian estos afables ermitaños. Otorga el privilegio de relajarse y recuperar el amor, no por la lectura, sino por los libros en sí.
Utilizando para ello el lenguaje más canónico del documental, la película intenta desplegarse como la contraportada, el resumen breve, de una enciclopedia mayor. Con este fin, se fundamenta en tres principios básicos que olvida y recupera indistintamente. Por un lado, el testimonio directo de los propios libreros que analizan el presente en base a sus recuerdos de un pasado dorado. Ya que con la llegada de internet la industria literaria sufrió un gran terremoto, y apenas quedan escombros de lo que significó leer. Por otro, el inserto selectivo de citas de autores que conectan la literatura con los objetos físicos, los libros encuadernados, la gran reivindicación del filme. Y finalmente, la mezcla de archivos fotográficos con imágenes actuales. De nuevo, con el fin de mostrar la transformación forzada y el abandono que ha sufrido el sector.
Pero tampoco se percibe desolador, de hecho, la esperanza se sobrepone al pesimismo inicial. O puede hacerlo si se hilan las episódicas referencias a las nuevas generaciones, la revalorización de la especifidad o las oportunidades de negocio. Aunque hay un poso nostálgico, este se difumina en el batiburrillo de subtemas. Desde el consumismo de una feria, pasando por las particularidades de cada tienda, se desemboca en el coleccionismo enfermizo de las subastas. Un exceso de personajes y hábitats, que, si bien despiertan el interés, se suceden abruptamente y de forma algo desestructurada. Como si fuese una recopilación de cuentos temáticos leídos arbitrariamente por páginas alternas. Al terminar el libro, se puede tener una visión global, pero resulta complicado reflexionar o apreciar cada uno de los apartados. Solo si se suma esta lectura con el caos melódico del jazz, se podrá acotar bastante lo que puede ser Libreros de Nueva York.