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Tras su paso por el Festival de Róterdam, en la competición Tigre, Diego Llorente reflexiona sobre ‘Notas sobre un verano’ una película que, desde los márgenes, sitúa todas las crisis que nos asolan
Lleva una década haciendo cine, ensayando y demostrando que la pasión es la única receta para hacer realidad lo que parecía imposible. Diego Llorente (Pola de Siero, Asturias. 1984) sabe bien de dónde parte y cuáles son los materiales que tiene a su alcance para edificar. A la casa de un cine asturiano todavía incipiente, le faltaba aire y luz. Tiró muros y levantó otros nuevos. Diseñó el espacio y abrió ventanas. Renovó el formato y se atrevió con la ficción, con su métrica y sus exigencias, franqueando así un itinerario nuevo en una cinematografía por llenar de contenido.
Por eso, la incursión de Llorente en la ficción, desde su largometraje Estos días, no es algo intrascendente. Con su ímpetu para hacer, desde una provincia cuya única tradición cinéfila venía respaldada por el FICX —eso sí, desde hace 60 años—, cubre un hueco más en una cinematografía española que solo puede hablar en plural para que podamos reconocernos, pensarnos y compartir sinergias que colaboren en un proyecto común. A propósito de esto, es consciente del lugar que le corresponde. Tanto aquí, desde donde escribe, filma y dirige; como allí, desde donde se aúnan y encuentran los que convergen en un espacio rico en lenguajes y costumbres. Visto lo cual, cuando le pregunto si se siente adalid de un cine asturiano que empieza a sonar más allá de nuestras fronteras tras su paso por el Festival de Róterdam, es contundente.
“Estoy abriendo únicamente una ventana nueva en una casa que ya existía. El cine asturiano, la génesis del cine asturiano empezó hace unos veinte años o algo así, con las primeras películas de una serie de cineastas. Al final de todo eso quedó la propuesta más individual de Ramón Lluís Bande. Luego hubo como una segunda oleada con ReMine, la primera película de Marcos M. Merino, a quien se sumaron nombres como Elisa Cepedal, Tito Montero, Jorge Rivero y el mío. En ese caldo de cultivo, en cierta forma, me crie yo. Lo que pasa es que ese cine, donde me siento cómodo y sitúo mi película Entrialgo, siempre fueron propuestas de no ficción”.
Poniendo en precedentes este mapa autoral, definido por la procedencia, no podemos tampoco olvidarnos del asturiano Gonzalo Tapia que debutó con la memorable Lena (2001) en la que ya asomaba el nombre de Luis Zahera destacando el thriller de mafiosos gallegos que tiempo después generó tanta atención. Una película de ficción con una banda sonora muy atinada cuyo tema, Lena a culpa não é tua, Jota Mayúscula acostumbraba a pinchar en El Rimadero de Radio3 por aquella época. Sin embargo, rodada en Vigo, nada hacía pensar en una cinematografía asturiana. Gallega, en todo caso. Pero sin las evocaciones, entonces, del Novo Cinema Galego con el que tampoco se identifica Diego Llorente. En él son obvias las connotaciones del territorio que pisa y respira. “Admiro y respeto a algunos cineastas del Novo Cinema Galego, pero aunque pueda haber similitudes, no siento una afiliación. No hay un linaje al que quiero o siento pertenecer”, aclara.
Fuera de canon
Diego Llorente camina solo y describe lo que ve a su paso. “Al hacer películas tan desde la periferia, incluso desde dentro de esa periferia cuesta crear lazos”, afirma. Con todo, es evidente que su trayectoria tiene el peso y el poso de esa etiqueta de la que enorgullecerse porque crea una marca española que empieza a despuntar en festivales internacionales con una impronta naturalista que reclama lo local, la tradición. Al compartir esta impresión se siente halagado. Pero vuelve a enfatizar en su individualidad, un sello del que deja constancia mostrando con naturalidad usos y costumbres que se manifiestan cuando el propio paisaje, clima y formas heredadas de comportarse y hablar, moldean a la gente creando una suerte de exotismo para el foráneo. Un costumbrismo que es el único bastión rebelde contra el uniformismo y el centralismo que atenta contra la cultura. Al respecto menciona que está contento de pertenecer a este entramado que ha brotado en los últimos años. “Me siento feliz de que surjan todos esos nombres y que el mío pueda estar entre un grupo de cineastas a los que admiro como puede ser Álvaro Gago, Jonás Trueba o incluso Oliver Laxe. Son compañeros a los que sigo y miro, pero siento que estoy haciendo las cosas desde otro sitio, que no es ni mejor ni peor”, explica.
“Mi cine lleva siendo muy local desde mis primeras películas”, sentencia. “Siempre pensé que, en mi caso, lo de ser cineasta tenía mucho que ver con haber vivido toda mi infancia, adolescencia, y parte de la juventud en el mismo sitio, en un pueblo de 12.000 habitantes que es Pola de Siero. El hecho de haber crecido y haber pasado mucho tiempo ahí, viendo el mismo paisanaje y paisaje más bien gris, me hizo querer indagar en él, en lugar de querer escapar”, añade. Estudiante primero de Filología hispánica y luego francesa en la Universidad de Oviedo, recuerda que fueron precisamente esos primeros años en la universidad los que hicieron saltar la chispa. “En los primeros años universitarios empezaron los primeros impulsos de hacer cine. El cine era algo que flotaba por ahí, pero no tenía un deseo claro de hacerlo. No había escuela. Había muy pocos cineastas en activo, ninguno al que yo tuviera acceso. No conocía a nadie que se dedicara a ello. Tampoco tenía conocimientos, ni herramientas. Pero empezó a crecer en mí un deseo. Y bueno, ahí fue como hice mis primeros cortos. Y me lancé”.
Este periplo inicial transcurre entre finales de 1990 y abarca la primera década de los 2000. Es un tiempo de tráfico de cintas de VHS hasta que llegó el DVD que completaba las películas grabadas de TVE2, y finalmente, el tiempo de las descargas. La cinefilia que resultaba tenía un cariz más de coleccionista, si se quiere. Los incentivos se podían encontrar casi de forma inesperada y, por ello mismo, suponían una revelación. También estaba el Festival de Cine de Gijón. Llorente lo señala como un referente importante que le permitió descubrir a algunos de los cineastas que le marcaron de por vida. Menciona en primer término a Godard, Kiarostami, Rohmer. Y junto a estos a Rossellini y John Ford. Luego reconoce que aparecieron otros, “pero son capas que se van poniendo encima de sedimentos”, reflexiona. Estas capas ya tienen nombre de mujer. Marguerite Duras y Chantal Akerman, apuntala.
Siguiendo esta cronología, con su segundo cortometraje llegó el premio que le otorgó el Principado de Asturias legitimándolo ya como nuevo realizador. “Eso me permitió tener acceso por primera vez a un equipo profesional. Así fue como produje mi primer cortometraje con una producción seria detrás”, rememora. No tenía estudios cinematográficos pero ese lanzarse le dio la oportunidad, más adelante, de irse becado a estudiar a la Escuela de Cine de Nueva York y de Cuba. No obstante, tiene claro que su primer largometraje Esos días (2014), que realizó con muy poco medios, según afirma, fue su verdadera escuela de cine. “Mi primera película fue una mezcla de ganas, de desconocimiento y de osadía”.
Notas sobre un verano, un relato humanista que desarma la épica
Las películas de Diego Llorente tienen una preocupación por el lenguaje que se manifiesta en cómo este ha ido evolucionando hasta alcanzar una depuración de medios en Notas sobre un verano, el filme que estrena el D’A Film Festival 2023, en primicia nacional, y luego el Festival de Las Palmas de Gran Canaria. Tras estas paradas, su estreno en salas ya tiene fechas para junio. La cinta está enmarcada entre Asturias y Madrid estableciendo un itinerario que anota la disyuntiva entre los deseos más íntimos y las ambiciones. En Madrid está el rumbo profesional de Marta, de Gijón, que convive con su pareja Leo, un andaluz que empieza a ver cómo sus aspiraciones laborales se van haciendo realidad. Por otra parte, Asturias es el lugar donde la joven, que ronda los treinta, tiene a su familia y amigos. Y a donde regresa en vacaciones. De esta manera, con el verano las notas a las que alude el título se alborotan, se escriben en un diario íntimo que destapa todas las crisis de la contemporaneidad.
De atmósfera rohmeriana, Notas sobre un verano, en cambio, difiere de la estela que dejó la Nouvelle Vague en la constatación que visibiliza cómo las dinámicas sociales y digitales, los desplazamientos continuos y nuestras formas de relacionarnos han cambiado sustancialmente. En el caso de Llorente esto se advierte a medida que el metraje avanza y la pérdida de luz, que anticipa el final de agosto, revela el drama después del goce. La crítica social que emerge tras la voluptuosidad tiene la observancia de alguien que mira desde el interior. Un alguien que ha renunciado, voluntaria o involuntariamente, a contemplar desde fuera. Por eso, aunque el personaje de Marta es protagonista, como espectadores sabemos que Pablo, el exnovio de Marta en la ficción, es clave como pieza fija incapaz de adaptarse a un mundo transformado. Con él cae, además, en el momento álgido de la narración, el mito del patriarcado asturiano. Desmoronado, en una habitación de hotel, su cuerpo que parecía el de un adonis sexual deja ver su condición más humana. Su vulnerabilidad queda reflejada, incluso corporalmente, en un decaimiento perceptible que derrumba la virilidad construida.
Para contextualizar estas ideas Diego Llorente hace una reflexión. “Supongo que al final la sociedad asturiana no es demasiado distinta a la sociedad de otras partes de España, aunque con sus peculiaridades. Aquí venimos de esa perspectiva del hombre rudo, duro, que trabaja la tierra o más aún, bajo la tierra, esa imagen de la hombría minera. Pero eso, a día de hoy ha quedado más en la épica, en un relato de algo que existió pero que creo que ya no existe. Y como toda épica es un relato del que se tira para intentar construir algo, construir una cierta identidad que, evidentemente, ahora ya nos queda un poco lejos. Y bueno, creo que las nuevas generaciones de las que yo no formo parte, pero que veo más o menos de cerca, están bastante alejadas de eso. Y quizás, tanto para bien como para mal, homogeneizadas con la sociedad de otros sitios de España”.
Lo que le interesa al asturiano es lo humano, las emociones bajo el envoltorio social. “Mi cine tiene una aspiración humanista”, sentencia. Lo esclarece aclarando que “no hago películas para explicar nada, sino para decir alguna cosa. Tampoco estoy obsesionado con contar, ni con narrar, sino con decir, con hablar. Quiero pensar que en mis películas estoy yo hablando un poco”. Por eso, aunque considera que hay algo de él en todos sus personajes —lo hace enunciando una cita de Raymond Carver— es inevitable verle más como Pablo que como Marta. Katia Borlado es quien interpreta a Marta imprimiendo muy bien un carisma en consonancia con los tiempos. La actriz sostiene con aplomo un rol que actúa, desde un fuero interno, como catalizador de todas las crisis.
El enunciado crítico de Notas sobre un verano se manifiesta, de esta forma, a través de personajes que apoyan su causa. Diego Llorente observa a su alrededor permaneciendo en un hogar que legitima su observancia, manteniendo la distancia mínima que le permite percatarse de los males que acechan, desde lo periférico, lo global. Razona sobre ello. “Se puede ser crítico estando fuera, pero estando aquí tienes la legitimidad para hacerlo, porque estás poniendo pegas a tu casa. Y está bien hacerlo porque si es tu casa y le pones pegas es porque quieres arreglarla. Cuando señalas los fallos de tu casa, a veces, es para darte cuenta de lo que está mal y señalar a los que viven contigo lo que está mal y lo que se puede cambiar. Al final es mi casa, la quiero un poco, y quiero que sea su mejor versión”.
Bien mirado, es posible pensar en su cine como eso. Como una casa que habitar. Una casa vieja que nos habla de cosas muy antiguas que preservar y otras que cambiar o arreglar. Nos habla de otros locales, con sus peculiaridades, que permiten seguir dibujando y trazando rutas que muestren las fisuras de los discursos hegemónicos. Lleno de contrastes que el lenguaje cinematográfico logra captar, el cine de Llorente busca, a través de sus decisiones estilísticas, tomar una fotografía de una Asturias repleta de notas que describen una cualidad de ser en consonancia con la climatología y la orografía. Una instantánea de un verano que no se puede mostrar, que queda oculta tras la uniformidad que nos persigue. Diurna y nocturna, sensual y retraída, cálida y abrupta, melancólica y encendida. Así es. Hay luz después del túnel.
Por eso, estas notas persiguen continuamente la estela solar como forma de supervivencia que transita desde lo identitario. La taciturnidad de Diego Llorente es solo un escudo para aceptar lo que no se puede cambiar y buscar salidas en un laberinto, a simple vista, intransitable. El cineasta se muestra, a pesar de todo, optimista. Incluso sorprende su optimismo. Pero no parece probable otra alternativa. “Creo que la tristeza es inevitable, pero la alegría es una forma de rebeldía y de estar en el mundo”, proclama imperturbable, sin demasiada emoción en la voz. “Esta sociedad asturiana adolece de muchos males. La precariedad asoma por muchos sitios, asoma en el trabajo, en las relaciones. Pero quiero pensar que asoma y condiciona, pero no es la única nota, hay más notas. Hay una grieta por la que entra la luz, como decía Leonard Cohen. Al final, siempre hay algo de luz. La vida continúa. Finalmente, la mayoría de las cosas van encontrando su camino y lo que parecía muy dramático puede que no lo sea tanto”, concluye.