Rosana G. Alonso
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Lo más asombroso de ‘As bestas’ es cómo Rodrigo Sorogoyen logra encauzar un relato que se expande y transforma en su afán por explicar muchas cosas con una sorprendente sintaxis simplificadora

As bestas | StyleFeelFree. SFF magazine
Imagen de la película As bestas | StyleFeelFree. SFF magazine

En su proyecto más ambicioso, As bestas, Rodrigo Sorogoyen se adapta a las necesidades que este requiere volviendo a sorprender en los modos. Si en El Reino todo era vertiginoso y en Madre los grandes angulares terminaban por construir a su personaje, en esta película levanta una suerte de western moderno. En ella, el entorno natural actúa como marco que contiene un relato claustrofóbico en profunda transformación. Un tenebroso cuento de terror rural que acaba convirtiéndose en una sorprendente historia de amor. Una que avanza lentamente y que, en su camino, obra otro prodigio. La evolución de un personaje femenino que comienza como secundario y, finalmente, se corona como un principal lleno de gloria. Su arco es extraordinario porque hay un propósito que condensa un ideario ejemplificado en A rapa das bestas. Una tradición festiva que adquiere una dimensión simbólica condensada en el título.

En A rapa das bestas se corta las crines a los caballos salvajes para desparasitar a los animales antes de devolverlos al monte. Algo que reflejó muy bien el cineasta gallego Xacio Baño en Trote. Una danza del hombre contra la bestia en la que apenas se distingue quién es quién. Y aquí, en la cinta del autor de Que Dios nos perdone, se vuelve un elemento que pretende explicar muchas disyuntivas. Son los conflictos que surgen entre lo que se considera propio, una extensión de territorio socializado por la cultura, contra lo que es visto como colonización, como otro. Esto, a su vez, busca darle sentido a un concepto de justicia inevitablemente en tensión, subjetivo por naturaleza. A este respecto se evita juzgar. En su lugar, observa. Lo hace a través de una cámara que se aleja de los personajes para no inmiscuirse en el desarrollo de la acción.

La narración está centrada en una pareja de franceses que deciden dar un cambio radical a sus vidas asentándose en una localidad gallega ubicada en un entorno paradisíaco. Pero nada es idílico ya que pronto comienzan las disputas con los hermanos Anta por la propuesta de un empresario que quiere comprar todos los terrenos. Unos quieren vender, otros no. Basada en una historia real matizada por una ficción que no persigue el golpe de efecto pero sí mantener el suspense y encontrar puntos de fuga, la complejidad se vuelve diáfana. Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen hacen legible todo lo que tocan y no cesan en su empeño por concretar para expandir. Todo es perfecto en la práctica. Y en esa perfección, lo aparentemente acotado explota para subvertir. Lo que era un ejercicio de masculinidades se convierte entonces en otro sobre lo femenino que extasía el concepto. De justicia, de amor, de perdón.

La resiliencia, el afecto que borra fronteras físicas y el pacto de amor consiguen, de esta forma, domar a la bestia. Lo femenino, la idea de femenino, que atiende al cuidado y la protección, frente a la invasión del espacio ajeno que domestica a la fuerza. Esta dualidad, siempre presente en los guiones de Peña y Sorogoyen, es lo que realza y da forma a una cinta que, según se crece, ofrece un abanico de temas sobre los que dialogar. El abandono de los pueblos, el abandono de las personas que los habitan. Y el aprovechamiento de esta debilidad intrínseca en lo rural, en sus gentes y espacios, por empresas que quieren devorarlo todo con proyectos mastodónticos, sean estos de ganadería industrial o energía eólica. Si a esto añadimos los debates sobre la propiedad y la potestad para decidir quién tiene derecho a qué, el discurso de As bestas es infinito.
 

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