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Evocando los días de la pandemia ‘Diarios de Otsoga’, la película que firman Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes, investiga y reflexiona sobre el cine como proyecto vital
¿Qué película se puede hacer cuando no se puede hacer? Atravesada por la pandemia del Covid-19 Diarios de Otsoga solo podía ser una película mutante que habla sobre los retos del cine. Para ello, Miguel Gomes se embarca en un proyecto con Maureen Fazendeiro, con quien comparte la dirección, y juntos resuelven la ecuación. Realizada después del confinamiento en Sintra, una pequeña localidad cercana a Lisboa, es un ejemplo de que el metacine puede explicar, además de explicarse, muchas otras cosas. Un momento histórico. ¿Cómo? Mostrando un espacio de reclusión que se transforma en otro de convivencia, de exploración, de improvisación, de éxtasis. Todo tiene lugar en una antigua granja de aves de corral en la que conviven un pequeño grupo de trabajo durante seis semanas. Tras la experiencia, la edición buscó la forma de desafiar la linealidad habitual del cine trabajando con la repetición, la suspensión y la discontinuidad.
Desde la primera secuencia las estrategias visuales, a todo color, que conforman Diarios de Otsoga, contribuyen a crear una atmósfera extasiada cuyo propósito desconocemos. Tras esta triunfal entrada, que convoca la vida, todo se calma y el relato comienza su marcha hacia atrás. Es una táctica que evoca los días de pandemia cuando el mundo, de pronto, se detuvo y repetíamos los mismos gestos y las mismas palabras. De ahí que, en un estado de deslumbramiento, los personajes reproduzcan sus líneas volviendo, una y otra vez, sobre las mismas conversaciones. No es que sea una maniobra extraña. Tiene mucho del carácter exótico que Pasolini imprimió en algunas de sus obras. También se juega con el tabú, que además remite a una de las primeras experiencias cinematográficas de Miguel Gomes. Un beso que reivindica su lugar como un archivo de la memoria en circunstancias en las que besar significaba contagiar.
Diarios de Otsoga es, sumido en sus circunstancias, una reivindicación de la vida. La vida recreándose, manifestándose. Y el cine como proyecto vital que necesita del otro, de unas reglas precisas, de un juego que jugar. En todo esto la improvisación ocupa un lugar muy importante. Proponer. Escuchar. Participar. El estado de las revoluciones populares está presente en una cinta que no busca tanto ocupar un lugar en las salas de cine como dejar constancia. ¿Qué es el cine? ¿Qué cambió la pandemia? ¿Qué significa la vida después de que dejásemos de vivirla en comunidad? Debido a estas cuestiones, que están en el aire, se parte de varios objetivos muy claros. Uno propone celebrar la existencia. Hacer una fiesta. El otro, construir algo en colectividad. Trabajar con las manos. La idea de hacer una casa de mariposas se vuelve metáfora de la belleza y la fugacidad.
Asimismo, en Diarios de Otsoga hay una clara resonancia a Aquel querido mes de agosto. Las fiestas de pueblo que no se pueden hacer. El conjunto está conformado por caras conocidas en el cine de Gomes. Es un filme familiar que no se puede juzgar más que por su intención. La de participar, reflexionar y proponer. De modo retroactivo el cine vuelve a su estado original. Con una estructura muy minimalista es un ejercicio que admira la belleza de cosas que anticipan rituales de coexistencia. Como un tractor que junta al equipo en un estallido de deleite infantil para volver sobre lo andado libertando el tiempo perdido. Magistral experimento que reivindica la génesis del gesto que olvidamos. El gesto que humaniza el cine. Un cine que pretende condesar propósitos y despropósitos que nos retratan.