Pedro Navarro
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Con su habitual preciosismo estético, pero ahora primando el azul, Zhang Yimou consigue en su última película, ‘Un segundo’, ensalzar el cine a través de un maravilloso ejercicio metafílmico

Un segundo | StyleFeelFree
Imagen de la película Un segundo | StyleFeelFree

De los cálidos tonos de Sorgo rojo al frío azul en Un segundo. La obra de Zhang Yimou es una criatura cambiante. En su transformación lenta, pero perceptible, lo único inalterable es esa belleza estética tan característica y, por supuesto, su emplazamiento geográfico y temporal. En este sentido, “acercarse a su filmografía es acercarse a la historia de China”, como señalaba Rosana G. Alonso en una retrospectiva sobre el cineasta. En concreto, en esta ocasión, el director vuelve a los cruentos años de la Revolución Cultural de Mao. Sin embargo, si en Regreso a casa solo ubicaba el detonante en esta época, ahora sitúa ahí el centro de la narración.

Con este último trabajo, que inauguró el mes pasado el Festival de San Sebastián, Yimou nos lleva al noroeste de la China continental. En el mismo paraje donde Wong Kar-wai filmó la amarillenta Las cenizas del tiempo, su compatriota contrasta azules sobre tonos arena. Es el precioso y desolador paisaje del desierto de Gobi. Allí, un convicto escapado persigue a una huérfana o, más bien, va tras la bobina que ésta ha robado. En ella espera volver a ver, aunque solo sea durante un segundo, a su hija, quien, según le han contado, aparece en un noticiario propagandístico.

Es justamente de esta premisa de la lata de la película hurtada de la que surge el momento más rico de la cinta. En este, un segmento comienza a reproducirse en bucle. Una repetición que revela un intento por asir lo intangible, lo lejano e inalcanzable. Como si por verlo más veces se tuviese más cerca. Un ejercicio metafílmico que ensalza el cine a la par que revela el hecho de que una imagen no es más que una imitación. En definitiva, es una simple representación, como aquella que ven los asistentes a la proyección de una película heroica en un pequeño cine de provincias. Así, por mucho que ésta venda un final feliz de reencuentro familiar y triunfo, la aplastante realidad es otra, una de miseria y orfandad.

Sin dejar de ser un drama, Un segundo tiene mucho de comedia. Una comedia ligera que va empapando la obra y que logra que el espectador se introduzca en ella con gusto. Los personajes, mutilados emocionalmente, interactúan con brusquedad y exceso, provocando reacciones contradictorias. En la proyección he notado cómo mi ojo producía una lágrima mientras mi boca esbozaba una sonrisa. Mientras, del fondo, me llegaba la carcajada de algún que otro asistente. Con todo, no es una película tan notable como ¡Vivir!, ni una superproducción como La casa de las dagas voladoras. Los amantes del director asiático que esperen un título sobresaliente pueden decepcionarse, pero aquellos que acudan sin más expectativas que las de disfrutar, lo harán. Sin ser una obra maestra, estamos ante una película maravillosa.
 

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