Marta Pascual
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Mediante un conflicto burocrático, Sara Colangelo conecta en ‘Worth‘ con experiencias muy humanas para rememorar, con respeto y empatía, el 11S

Worth | StyleFeelFree
Imagen de la película Worth | StyleFeelFree

Tras veinte años desde la caída de las Torres Gemelas, la directora Sara Colangelo resucita en Worth historias que se quedaron sepultadas. Una de ellas es la del abogado y profesor de Washington D. C Kenneth Feinberg, quien se ofreció voluntario para gestionar las remuneraciones económicas de los afectados. Aunque decide involucrase por su ego, pronto el encargo se le hace cuesta arriba al no encontrar una solución satisfactoria para la mayoría. Mientras tanto, diversas víctimas cuentan sus desgarradoras experiencias, entre ellas Charles Wolf, un viudo que se posiciona en contra del letrado. Aun manteniendo a un único protagonista, los personajes se mezclan para alimentar una evolución cuyo tono recuerda a Spotlight. De este modo, el filme es equilibrado, a pesar de la inabarcable tragedia que le rodea, elaborando una perspectiva ingeniosa del 11S.

La tensión que impulsa la incógnita de una trama basada en hechos reales se sustenta en la complejidad de sentimientos proyectados en Ken. Por un lado, empatizar con él nos hace desear que consiga impulsar la formula que ha ideado, por el otro, despreciamos su método. Este es uno de los muchos ejemplos de normas que, lejos de ayudar al individuo, le limitan. Pese a que la batalla del ciudadano contra la burocracia es claramente visible, su exposición no es simplista. Ello se debe a la claridad con la que se muestra la dificultad que conlleva redactar estatutos, razón por la que se cae en generalidades. A esta lucha se le suman, evitando caricaturas de antagonistas, la avaricia de aquellos que intentan enriquecerse a costa de la catástrofe. Por consiguiente, la codicia y el dolor se entrelazan para defender magistralmente su tesis: las decisiones equitativas no existen sin empatía.

En su tercer largometraje, Sara Colangelo opta por un relato menos intimista que su predecesor, La profesora de parvulario. Sin embargo, inclinarse hacia una historia más común no le resta personalidad, sino que realza la sensibilidad del resto de su filmografía. A pesar de ello, sí tienen características en común. Una de ella es el dominio del ritmo, el cual, incluso estando comprendido en los cánones estéticos, desecha una estructura rígida. Así, la falta de prepotencia de la cineasta a la hora de narrar refuerza su habilidad para llegar a todo tipo de público, conservando su esencia. Como consecuencia, concibe una pieza enriquecedora y energizante, que, prescindiendo de trabalenguas, moviliza al espectador por las sendas de la burocracia. Su sinceridad encandila durante los ciento dieciocho minutos de filme, algo que no pueden afirmar creadores con mayor experiencia.
 

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