Óscar M. Freire

Ni el tiempo, ni el espacio, suponen barreras que la película de Jean-Philippe Duval, ‘14 días, 12 noches’, no pueda atravesar

14 días, 12 noches | StyleFeelFree
Imagen de la película 14 días, 12 noches | StyleFeelFree

Dos mujeres unidas por la pérdida de la misma hija con dieciocho años de diferencia, Isabelle (Anne Dorval) y Thuy (Leanna Chea). Ese es el preámbulo argumental de 14 días, 12 noches, del canadiense Jean-Philippe Duval. La comparación o similitud de dos mundos, de dos culturas y de dos madres que, por muy distintas que sean, sienten el mismo dolor. El gélido occidente o el caluroso oriente, la nieve de la costa o los frescos valles, las nubes o el sol. Para después comprender, que el orden —y las circunstancias— no alteran el producto, que la maternidad es un vínculo biológico pero también artificial.

El orden, o el desorden, de los acontecimientos es el mecanismo principal para establecer estos vínculos. Utilizando el montaje para rastrear las emociones que encierran esas almas heridas, la película conecta los momentos de mayor desconsuelo de estas dos mujeres. Excluido el imperativo dramático del misterio, la sangre emana desde el comienzo y evidencia su origen en la profunda brecha de la pérdida. Al no haber secreto, la empatía puede desplazar el lugar que tradicionalmente tiene la trama, y los personajes adquieren consistencia precisamente por esta ausencia. Una liberación que, además, deja espacio para plantear otras reordenaciones. Así, aunque el punto de partida emocional sea la última etapa del duelo, el punto de cierre es la primera, sólo que desde otro lugar. Una inversión del orden tradicional interesado en hacer coincidir espacios y tiempos convergentes, dos mujeres, una niña, Vietnam, Quebec.

Ahora bien, la carne abierta, roja y palpitante se desvela con paciencia y resignación, acompañada de varias recopilaciones musicales, cámaras lentas y encuadres melodramáticos. La ventaja de exponer abiertamente la trama es un arma de doble filo, que cuartea también el filme en multitud de aproximaciones. Desde dentro, desde fuera, con deslizamientos, con elipsis, sin contra-campo, con contra-plano, todo vale si los personajes lo demandan. Y a la vez, carecer de la osadía y el pulso para acuchillar con el verdadero drama un corazón escéptico. Para narrar sin recursos tentativos, sin exagerados paisajes turísticos, sin efectos musicales ni ensañamientos simbólicos. Para ser igual de dura que son las circunstancias. Al final, el poso que deja tras de sí, es un intento más por romper las constricciones del melodrama desde su escritura, pero no desde su filmación. Un desequilibrado contraste entre tanta pena y tan poca gloria.
 

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