Rosana G. Alonso

El portentoso estudio sobre los procesos identitarios en Pakistán que sobrevuela ‘Joyland’ pone en el punto de mira a Saim Sadiq, un cineasta cuyo arranque no podía ser más prometedor

Joyland | StyleFeelFree. SFF magazine
Imagen de la película Joyland | StyleFeelFree. SFF magazine

Son muchas las razones por las que Joyland es un hito. En primer lugar, porque fue la primera película de Pakistán que se presentó en Cannes. Pero lo más sorprendente es cómo escapa de un discurso de género que evita los lugares cómodos mostrando una verdad que habita en los reductos más inesperados. Esto se aprecia en varias escenas que captan una energía que busca alcanzar el nivel de las aguas subterráneas donde los giros de guion son reveladores. Así lo advertimos en las que protagonizan Haider y Biba. En estas, las posiciones se alteran tratando de acomodarse a sus necesidades internas. En todo esto hay un viaje de iniciación que afecta no solo a estos personajes, sino a prácticamente todo el elenco que compone la estructura familiar que sirve de estudio a Saim Sadiq en su ópera prima.

En Joyland es visible una crítica al modelo de familia clásica compuesto por un patriarca que mide cómo han de comportarse cada uno de los miembros que vive bajo su yugo. Es una familia numerosa que, en un primer momento, está bajo el cuidado de Haider. Él no trabaja fuera de casa, algo que no ve con buenos ojos su suegro que es quien lleva la batuta familiar. Su papel de amo de casa y niñera no acaba de encajar en un contexto social poco permisivo con las conductas de género. Sin embargo, parece feliz así. A pesar de ello, acepta el primer trabajo que se le presenta y este será el germen de todos los conflictos que la historia precisa para avanzar. Entra en una compañía de baile erótico y allí conocerá a Biba, una bailarina trans que despertará su identidad dormida.

Curiosamente, y aunque a primera vista los personajes de Haider y Biba son aparentemente los que llevan todo el peso de la historia, la actriz Rasti Farooq, que interpreta a Mumtaz, la esposa de Haider, acaba siendo central. Una de las grandes virtudes de esta película y donde, precisamente, se crece, es en los márgenes de un relato que respira en muchas direcciones. En todas ellas se percibe una búsqueda que, lejos de descomponer la unidad, compone un magistral lienzo sobre los conflictos identitarios en sociedades ancladas a una tradición en conflicto con la idea de contemporáneo. De ahí que sea inevitable que la mirada de Sadiq esté fija en un horizonte de esperanza que no puede evitar la tragedia. Parece fácil, pero engarzar tal cantidad de ideas, sin que estas se resientan, en torno a una columna vertebral integradora, es portentoso.
 

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