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Con una sensibilidad integradora Elena López Riera, en ‘El agua’, otorga la posibilidad al espectador de tener una experiencia reveladora
Ambientada en un pueblo de Alicante, en el suroeste español, El agua comparte registro con algunas películas que hemos visto recientemente. El costumbrismo rural, la mezcla de géneros que aúnan realidad y fantasía, y la mirada desprejuiciada a lo femenino es una seña de identidad del cine contemporáneo. Un cine en el que la mujer, esté delante o detrás de las cámaras, puede reconocerse. No obstante, aquí todos esos signos que describen el momento que está viviendo, especialmente la cinematografía española, fluyen como un manantial que no cesa en su afán de captar una impresión. Es el agua como metáfora de un universo femenino asociado a muchas cosas. Algunas milenarias, repletas de mitos que siguen presentes en el imaginario popular. Las mujeres como seres casi mitológicos y mágicos conectados por corrientes que las atraviesan y determinan su identidad. Elena López Riera se vale de esto para transfigurarlo reconduciendo el caudal y haciéndonos sentir río.
Presentada mundialmente en el festival de Cannes El agua recrea una antigua leyenda que explica que el agua y las mujeres tienen una inevitable conexión, un lazo que los convierte en compañeros inseparables. Y tiene su lógica si pensamos en la menstruación y el parto. Cómo esas aguas nos conectan con la vida. En la leyenda, el río podía reclamar a algunas mujeres que, según se piensa, “llevan el agua dentro”. Esto vendría a significar que el río las ha elegido como amantes imperecederos conectados a los ciclos vitales. Nacer, amar, crear y procrear como expresión de la naturaleza y el amor.
Activando un paralelismo que nos lleva al rapto de Perséfone por Hades, esta irrupción violenta del río exigiendo su objeto de deseo, podría tener varias interpretaciones. López Riera no se inmiscuye en ellas, aunque se intuyen. Latente está la pugna entre un viejo mundo dominado por un patriarcado avasallador para con las mujeres y uno nuevo en el que ellas manifiestan también sus deseos. De esta forma, se liberan de sus ataduras reclamando su independencia y libertad. ¿Pero a qué precio? ¿Se puede ser libre sin sacrificio?
Existe en este ritual de malabarismos visuales algo muy llamativo. Riera interviene la idea de sacrificio, de heroicidad, pero de una forma casi velada a pesar de que su final sea decisivo. Como si reconociera que no hay libertad sin sacrificio, que no hay cambio de paradigma sin expiación, juega con el estereotipo asociado a la mujer que la convierte en bruja, para superarlo. Hay muchos conflictos que sortea porque arriesga al mezclar documental y ficción, leyenda y verdad, miedo y esperanza. Lo hace de una forma que se destila orgánicamente con la intensidad que necesita la película en cada momento. Por eso, es fácil dejarse arrastrar por este agua al que, si dejamos que fluya, puede transformar inexorablemente nuestro paisaje interior.
El filme, o atrapa desde el inicio, o se perderá la oportunidad de tener una experiencia reveladora en la que hasta se puede oír el murmullo del agua. Es una película para los que sienten la sangre bullir en su interior. Solo aquellos privilegiados saldrán transformados. Los que hallan dejado de escuchar las voces que les facultan para reconocer la belleza, muy probablemente no entenderán nada. Pobres ellos. Lo que es indudable es que Riera tiene una sensibilidad extraordinaria que integra todo con una facilidad absoluta alcanzando lo inesperado, el milagro de la vida. Y cuando como espectadores conectamos con su conciencia metafísica, podemos sentir la tormenta eléctrica.