Rosana G. Alonso
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Más que filmar Serébrennikov, en ‘La mujer de Tchaikovsky’, busca la forma de representar la gracia a través de soberbias decisiones que convierten la película en objeto de arte y culto

La mujer de Tchaikovsky | StyleFeelFree. SFF magazine
Imagen de la película La mujer de Tchaikovsky | StyleFeelFree. SFF magazine

Poco hubiese interesado la biografía de Antonina Miliukova, la mujer de Tchaikovsky, si no fuera porque en los últimos años la condición femenina a lo largo de la historia empieza a ser significante para comprender muchas cosas. En realidad, su historia es relevante porque tras de sí queda latente la discriminación que sufría la mujer frente a una sociedad que no la contemplaba como un sujeto activo. Un sujeto que ha dejado de ser objeto de deseo para ser consciente de sus propios sentimientos expresándolos hasta el paroxismo. La idea de una Juana la Loca arrebatada de amor se convierte así no solo en una estrategia que transforma el relato, sino también en una ocasión de desmenuzar los conflictos sociales que impedían la posibilidad de ser uno mismo. Tchaikovsky no puede expresar libremente su sexualidad. Pero su mujer tampoco puede defender su deseo frente a una sociedad que la anula.

Al Imperio ruso le quedan pocos años de vida y el decoro lo impregna todo. Sirve para mantener un orden fatuo, una irrealidad fabulosa que al filme de Kirill Serébrennikov le sienta bien. La puesta en escena es extraordinaria y cada una de las disposiciones artísticas convierten la película en un festín visual que guarda ciertas analogías estéticas con La edad de la inocencia de Scorsese. Las tomas largas repletas de difíciles resoluciones técnicas son extraordinarias, pero lo más sorprendente es cómo el cineasta ruso rompe continuamente el mismo pudor que la trama anuncia. Para empezar, la primera escena no teme extasiarse entre lo real y lo mágico avanzando las dinámicas emocionales del filme. Después comienza la elipsis y la voluntad arrolladora de Antonina emerge como un volcán siempre a punto de erupción. Él se siente absorbido. Ella arrebatada. El conflicto está latente desde el principio y traspasa la propia realidad.

Tras los delirios alucinados de La fiebre de Petrov la excitación se torna más física. La contención emocional en cada uno de los gestos de Alyona Mikhailova es tan conmovedora que la narración arroja infinidad de capas textuales. Los velos que impregnan a La mujer de Tchaikovsky son impetuosamente sugerentes. Sin líneas de más, sin excesos, la película adopta arriesgadas decisiones que solo un creador inspirado puede salvar con maestría. Cómo la danza, el teatro y la música se cuelan arrogantemente en el filme para acabar de definir un estado de ánimo difícilmente descriptible hacen de esta obra una pieza cumbre. Más que filmar Serébrennikov busca la forma de representar la gracia. De ahí lo importante de la luz que acaba por resolver la colisión entre el ego del creador en soledad y la embriaguez fervorosa del que ha caído postrado ante los efectos del eclipse. Sublime.