Nana
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Con la comida como línea narrativa, Michael Sarnoski en ‘Pig’ introduce la historia de cómo un hombre sucio y solitario sale de su refugio en las montañas para recuperar a su cerdo secuestrado

Pig | StyleFeelFree. SFF magazine
Imagen de la película Pig | StyleFeelFree. SFF magazine

El olor de la tierra se cuela a través de la pantalla mientras el gruñido del cerdo trufero acompaña el ambiente. Así comienza la esperada película de Michael Sarnoski, Pig con Nicholas Cage encarnando el papel de Rob, un ermitaño que vive con su cerdo trufero. Aislados de la ciudad, el protagonista se pasa los días buscando con su cerdo trufas que vende a su único contacto, Amir. A pesar de no tener demasiado, el misterioso protagonista parece contentarse con la compañía de su mascota. Sin embargo, la noche menos esperada ambos son atacados y en el forcejeo, los asaltantes secuestran al cerdo.

El arranque del metraje genera grandes expectativas. Con un aura que recuerda a The Witch de Robert Eggers, las escenas en la cabaña dibujan grandes claroscuros generando una atmósfera tenebrista. Se percibe el sudor, la suciedad, el ambiente cargado y cerrado. Los sentidos se escapan del paraje y se vuelve sensorial. La puesta en escena habla del presente de este hombre, pero sobre todo, de su pasado. Nadie puede encontrarle y la calma y soledad que transmite ayuda a generar una atmósfera cargada de tensión. De tal manera, el culmen llega con el ataque cuando, usando claves de terror, se pacta un tono que no será resuelto en la película.

De un inicio soez con ambiente cargado, se pasa a un tono ligero, retratando a Portland desde los lugares más lujosos a los más clandestinos. De un sótano que pertenecía a un hotel clausurado a un restaurante de alta cocina. Encontrar al cerdo se convierte en road trip. Rob y Amir parecen conocer todos los contactos necesarios para rastrear al animal que fue secuestrado en mitad de la noche. No necesitan ayuda realmente, y la búsqueda aparenta ser una excusa para volver a la ciudad. Entre revelaciones de secretos cada vez más dispares el ermitaño pasa días sin llegar a curar o lavar sus heridas. Mientras tanto, el amigo ocupa su tiempo recordando su traumática infancia y las secuelas que le han dejado a día de hoy sus padres. Todo ello, siempre desarrollándose a través de platos lujosos y elaborados, recordando que la comida es lo realmente importante del metraje.

De las trufas a las torrijas y de las torrijas a una codorniz. Cada parte está dividida por un manjar que separa los tres actos a través de ejecuciones de platos. Paralelamente, los personajes van captando un discurso cada vez más nihilista a lo Lars Von Trier mientras se escucha de fondo música clásica como Lacrimosa. Acosados por sus pasados, sobrellevan la situación dejando de un lado al cerdo para recordar al espectador que lo importante verdaderamente no es salvarlo. Por momentos, el objetivo es sanarse, superar miedos. En otros, simplemente no hay ninguna motivación. Y aun así, el par de amigos insistirán en encontrar a ese cerdo yendo hasta el final del camino y asumiendo por completo las consecuencias de su viaje.
 

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