Rosana G. Alonso

Pablo Larraín, en ‘Spencer’, lejos de querer buscar una realidad deslucida que presentase a Diana de Gales desde una imposible verosimilitud, se acerca al mito para entronizarlo y perpetuarlo

Spencer | StyleFeelFree
Imagen de la película Spencer | StyleFeelFree

Primero Jackeline Kennedy, ahora Diana de Gales. Pablo Larraín parece tener fijación por ciertas mujeres icónicas de la segunda mitad del siglo XX. Y por darles vida recurriendo a actrices de Hollywood que, como los personajes a los que interpretan, tienen cierto aura de misterio. El icono frente al icono. Quizás el cineasta de El Club también tenía ganas de resarcirse de los muy cuestionables resultados que obtuvo con Jackie. Para ello, cambia de planteamiento por completo con la ayuda de Steven Knigth. No deja de ser chocante que pensase en un guionista en el que, de primeras, no presupondríamos para escribir esta historia de delirio e imitación. Embalsamada en el tiempo y con la dificultad, añadida, de acercarse a una efigie inmortalizada con su temprana muerte en circunstancias inesperadas. Por eso, si de por sí era difícil aproximarse a Jackie, reflejar con honestidad a Lady Di es una ilusión.

Aparentemente, consciente de esto, el cineasta chileno hace una apuesta muy arriesgada que afronta el sesgo, la ilusión, la trampa. Spencer es un pastiche. Así, de primeras. Y sin embargo, no es una imitación. No trata de destruir el mito. Lo que pretende, lo obtiene fácilmente. Envuelta en una irrealidad casi fantasmal, de apariencias, Larraín logra hacer visible el espejismo. Un sueño en el que Kristen Stewart se convierte en una princesa encerrada en una jaula de cristal. La actriz quizás más hierática de Hollywood se ajusta bien a este planteamiento que la confina, de primeras, en aquella Casa de muñecas que August Strindberg imaginó. De esta forma, el mito se prolonga. Los ademanes, a veces exagerados de Stewart, lo invocan. Es más, con un vestuario que eclipsa, y un diseño de interiores evocador, la ficción no está dispuesta a diluirse, sino a perpetuarse.

Para lograr todo esto, evitando enfrentarse a la desnudez del personaje, en Spencer se reconstruye uno de los episodios más extravagantes de la vida de Lady Di. Aquel que mira a la última Navidad con la familia real británica, antes de separarse de Carlos de Gales para comenzar una vida propia. Cuando todavía no hemos entrado en el calor que proyecta una atmósfera recargada, Stewart resulta impostada. Pero pronto reconocemos que esa impostación es parte de la fábula de reconstrucción. Larraín está prevenido. Se sabe con la responsabilidad de investigar en la esencia y construcción del mito. Las Navidades en Sandringham se vuelven plomizas, aletargadas y en ese letargo Diana Spencer desvaría para no entumecerse. Son desvaríos que la colocan en un sendero hacia sí misma, que la llevan hacia su emancipación. Un viaje proyectado por medio de pesadillas en el que el príncipe Carlos no puede sino verse monstruoso.

Con un extraordinario trabajo de fotografía a cargo de Claire Mathon y un diseño de producción pensado para favorecer la fábula, Spencer brilla como parábola. Una parábola que pretende poner como ejemplo a un personaje legendario para hablar de las luchas internas de la mujer hasta encontrarse. Los trastornos alimentarios de Lady Di así como sus intentos de huida, en este momento lo sabemos, no eran más que gritos ahogados de inconformismo para proyectarse como la mujer que no alcanzaba a ser. Encerrada en una vida que no le pertenecía, junto a un marido que no la veía, que no era capaz de entenderla, de desearla. Más allá de la princesa, de la princesa de cuento, aspiraba a ser una mujer de carne y hueso con voluntad propia.

El relato al que asistimos indaga en ambas mujeres. La real y la ficticia. No obstante, está claro desde el principio. Solo a través de la reconstrucción, de lo artificial, se puede intuir una imagen verídica. Pretender otra cosa sería errar. Pero ello también tiene sus riesgos. Spencer, posiblemente, eclipsará a los que quieran ver a una Diana icónica, desdibujada por la niebla. Los que esperen encontrar algo más allá de las incertidumbres que siguen girando alrededor de su figura, es posible que se sientan decepcionados. A Larraín solo le interesa perpetuar su enigma y liberarla del dogma real. Bien pensado. No es un documental, es una ficción navideña.
 

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