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Como propone el Círculo de Bellas Artes, nos adentramos en ‘El espejo’ de Andréi Tarkovski para retomar un diálogo sobre lo que es el cine conectado a la vida
En el espejo nos vemos y reconocemos, tratamos de aceptar nuestro yo enfático, que se reconoce en lo corporal. A los demás no los vemos a través del espejo, solo a nosotros mismos nos descubrimos así. ¿Por esa razón eligió Andréi Tarkovski el título de El espejo (1975) para su proyecto audiovisual más personal? Sostener como cierta esta idea podría contradecir el compromiso cinematográfico que el cineasta ruso aseguraba tener con el espectador. De hecho, hubo otros epígrafes antes entre los que destacó Un día blanco, blanquísimo, inspirado en un poema de su padre Arseni Tarkovski. Pero, a pesar de ello, este interrogante, según se reflexione, sirve para explicar la experiencia que como público percibimos por medio de El espejo… si alcanzamos a ver que lo personal aquí funciona como búmeran que busca la implicación del que mira. Nos enfrentamos así a un yo que si bien trata de definirse desde una experiencia personal concreta, queda anulada por el propio autor que la franquea atravesando pasadizos surrealistas que proyectan una tentativa universal. Práctica latente en los difusos vínculos que definen lo identitario y quedan registrados rebasando los recuerdos…., disipados por los sueños…, ambivalentes, siempre, cuando la afección es manifiesta, viva; y al mismo tiempo, aletargada porque es enunciado, precisamente, de esa vaga expresión de la identidad. Lo cual nos remite a unos versos de Arseni Tarkovski que son recitados en la película que nos ocupa, y que según se puede deducir, a pesar de ser lanzados al aire como brisa que acaricia, sirven de estado emocional que invita a pensar en la renuncia. De todo. Incluido, lo que se crea.
El hombre tiene un cuerpo,
cual una celda.
Cansada el alma está
de su íntegra envoltura
(….)
Y sueño otra Alma
vestida de otra forma:
arde y corre, tímida,
en busca de esperanza
Fotograma de El espejo de Andréi Tarkovski | Foto: © StyleFeelFree
Tras lo expuesto, ¿podía existir un encabezado más preciso que El espejo, en su capacidad de trasvasar el poder del creador al espectador, que se ve obligado a mirarse, a reconocerse en el sueño de otro que se despoja de su propia obra? Ese relevo, según advierto, se hace efectivo en una de las últimas secuencias en la que un Tarkovski enfermo, del que solo vemos su torso y brazo, recoge un pájaro moribundo que yace sobre su cama y en un gesto, de inagotable belleza poética, lo lanza al aire recobrando este el vigor para volar libre. La imagen fílmica, aquí, expresa la idea de una verdad absoluta que alcanza el infinito al que aspiraba el propio Tarkovski en todos sus ejercicios fílmicos.
Independientemente de ese infinito que es parte de la propia obra creadora en consonancia con el latir de la vida, es tentador ver en ese instante concreto al autor diluyéndose en la obra (el pájaro) que se transforma en idea moldeable, flexible, ambivalente como cualquier sentimiento sometido a unas circunstancias y un tiempo. O expresado en el lenguaje fílmico tarkovskiano, pongamos por ejemplo, un golpe de viento que de improviso obliga a percatarse de un momento único, inapreciable si no fuera por la expresión de la naturaleza, por el fluir de un acontecimiento orgánico e irrepetible que se observa en sintonía con una imperiosa fuerza, etérea, que ordena.
No obstante, es necesario señalar que para el autor de títulos tan rotundos y expansivos como Nostalgia o Sacrificio, no hay símbolos ocultos en El espejo. En cambio, este admitía las interpretaciones libres del que lee la obra haciéndola suya en el sentido de que “una película se separa de su autor y comienza a tener una vida independiente, que se transforma en forma y contenido al verse confrontada con la personalidad del espectador”. Esto es, “tiene que extenderse más allá de los límites de la pantalla, tiene que dejar al espectador que someta lo que ve en la pantalla a su propia experiencia”, explicaba Andréi Tarkovski en Esculpir en el tiempo, un libro en el que maduró largo y tendido sobre lo que es o debería ser el cine, entendido como arte, como expresión de la vida.
Todas estas cavilaciones sobre el cine están implícitas de manera muy concreta en El espejo, proyecto cinematográfico al que el Círculo de Bellas Artes le dedica la exposición Andréi Tarkovski y El espejo. Estudio de un sueño. Planteada en pequeños bloques que explican lo que José Manuel Mouriño, comisario de la muestra, ordena poniendo de relieve lo que da en llamar enclaves de realidad que hace manifiestos en este recorrido. Entre otros, las cartas de los espectadores al propio Tarkovski; las fotografías de buena parte de esta misma audiencia a las puertas de los pocos cines rusos (el Taganka y el Vitiaz) donde proyectaron El espejo en su estreno; la madre del cineasta, protagonista indiscutible de la película representada casi siempre por la actriz Margarita Terekhova que rememora su juventud; el padre ausente, y ausente también en la película salvo a través de sus poemas; la casa de la infancia reconstruida para la ocasión; los españoles que, incuestionablemente, hacen acopio de ese universal del que hablaba al principio, al dar paso a los horrores de la guerra; la figura de Ángel Gutiérrez como representante vivo de esos españoles en Rusia que inspiraron a Tarkovski; y otras singularidades que nos ponen frente a un espejo que nos invita a reflexionar, en primer lugar, sobre nuestra identidad. Pero no menos importante, sobre esos márgenes del cine, esclarecedores de la propia obra, que en esta ocasión, además, nos incitan a pensar en la complejidad de una cotidianidad anidada que es preciso revelar, para que sirva de contrapeso que evite los fanatismos de cualquier índole.
Desde aquí, también yo paso el testigo para que otros analicen El espejo como matriz de un cine conectado a una existencia que tiene sus ritmos, su latir. Andréi Tarkovski sigue siendo, en este sentido, uno de los referentes más locuaces y presentes —solo hay que seguirle el rastro desde Aleksandr Sokúrov, otro cineasta indudablemente influenciado por él— de un cine contemporáneo que entiende que toda conexión con la realidad está íntimamente ligada a un espectador con el que hay que comunicarse de igual a igual. Y El espejo es el cenit, además, de esta apreciación. Un filme que, a mitad de su corta filmografía —7 largometrajes, 2 mediometrajes, un documental para televisión, un cortometraje y una película perdida—, obliga a mirar de frente al yo universal en el que todos nos reconocemos, por mucho que nuestras biografías difieran. Seguimos viviendo anclados a un paisaje afectivo en el que la familia y el lugar donde crecimos son el centro de referencia, nos guste o no.
Fotografía de Andréi Tarkovski durante el rodaje de El espejo tomada en la exposición que organiza el CBA | Foto: © StyleFeelFree
Vista de la exposición Andréi Tarkovski y El espejo. Estudio de un sueño en el CBA | Foto: © StyleFeelFree
Título: Andréi Tarkovski y El espejo. Estudio de un sueño
Artista: Andréi Tarkovski
Comisariado: José Manuel Mouriño
Organización: Instituto Internacional Andréi Tarkovski y CBA con la colaboración de Escuela de Cine Elías Querejeta de San Sebastián
Lugar: Círculo de Bellas Artes (sala Goya)
Fechas: 25 de octubre del 2018 al 27 de enero del 2019
Orígenes de la película El espejo (1975) La película parte de un sueño recurrente que tiene Andréi Tarkovski y de unas fotografías de un álbum familiar, que habían sido tomadas por Lev Gornung, amigo de la familia. A partir de aquí Tarkovski escribió Vivo con tu fotografía, un pequeño relato que se considera preámbulo de este proyecto que tuvo muchos cambios y vicisitudes para sacarlo adelante. Hay constancia de unas grabaciones de Tarkovski, entre ellas, una realizada en 1977 donde el propio cineasta da fe de que todo parte de un sueño.
Filmografía de Andréi Tarkovski (largometrajes): Sacrificio (1986); Nostalgia (1983); Stalker (1979); El espejo (1975); Solaris (1971); Andrei Rublev (1966); La infancia de Iván (1962)