Rosana G. Alonso
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Sin perder el equilibrio, ‘The Quiet Migration’ conjuga diferentes técnicas narrativas que logran convocar al espectador para hacerle partícipe de la experiencia traumática que supone encontrar la identidad en un entorno de extrañeza

The Quiet Migration | Película | StyleFeelFree. SFF magazine
Imagen de la película The Quiet Migration | StyleFeelFree. SFF magazine

La frase que encabeza el fotolibro de Rubén H. Bermúdez, Y tú, ¿por qué eres negro? bien podría servir para contextualizar The Quiet Migration de Malene Choi. En la elocuente expresividad de Cornelius Won Riedel-Clausen, recreando a un coreano adoptado por una familia danesa del mundo rural, se encuentra el poso de esa pregunta incómoda que aquí dejaría constancia de un color de piel dorado y unos ojos rasgados. Carl, el protagonista de esta cinta, ha finalizado la escuela por lo que regresa al campo danés donde vive su familia adoptiva. Pero en este entorno se siente completamente fuera de lugar. Él, un joven de raíces surcoreanas, se percibe un extraño que tiene que soportar insinuaciones que le hieren y le recuerdan que siempre será alguien que no encaja. Su futuro en este espacio tampoco se ajusta con sus aspiraciones. Aunque todavía está buscando su lugar en el mundo, sabe que está en otra parte.

Inspirada en sus propias vivencias, la cineasta Malene Choi encuentra un modo de describir su historia personal en una cinta que conjuga distintos elementos para lograr lo afectivo. Para ello, el metraje se apoya en una paleta cromática que define un estado de ánimo, así como una convincente captación del espacio en tomas apacibles. De hecho, el equilibrio no se pierde en ningún momento, a pesar de los riesgos que asume The Quiet Migration. Del estilo realista que esquiva sutilmente lo documental, sin caer en efectismos, las secuencias en las que Carl se evade a una realidad imaginada, pueden resultar tan desubicadas como lo está el personaje central. Precisamente, por eso tienen sentido entre el desconcierto que aspira a ser y el concierto que busca respuestas a ambos lados del árbol genealógico alterado. Por una parte, están los padres adoptivos para quienes adoptar un hijo fue un salvavidas. Por la otra, está el hijo haciéndose preguntas que invitan también al espectador a cuestionarse la identidad asociada, inevitablemente, a unos rasgos distintivos que nos ubican en el mundo.

Plasmando las inquietudes y los desórdenes interiores The Quiet Migration transmite muy bien la desazón que genera el derecho básico a la identidad. Ello abre, consciente o inconscientemente, un debate, todavía pendiente, sobre los derechos de los adoptados a conocer su procedencia. La película refleja muy bien la herida abierta a través de una meditada disposición de los elementos cinematográficos que sorprende por su ferviente voluntad de constatar la imagen de algo añorado. En este sentido, la fotografía de Louise McLaughlin trasciende más allá de su cometido auxiliar. Recrea la imagen de aquello que los portugueses llaman saudade y que para los personajes de este filme no tiene que ver con el recuerdo, sino con algo insatisfecho. Es la añoranza por el hijo propio deseado cuyo lugar ocupa otro que no acaba de sentirse ubicado en su hogar. Una emoción que acaba resultando una experiencia traumática que respira más allá de la pantalla.