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Exuberante y sincera ‘La gran juventud’, de Valeria Bruni Tedeschi, pone el recuerdo al servicio de una verdad que recupera el método de Patrice Chérau al frente de Les Amandiers
La voluptuosidad que caracteriza la obra de Valeria Bruni Tedeschi, tanto delante como fuera de la cámara, es fagocitada por La gran juventud en su afán de captar una esencia. De una época, mediados de los ochenta. De una etapa vital, la juventud explosiva y delirante de los veinte años. De una voluntad de ser y hacer vocacional que implica conectar la vida profesional y personal. Retrotrayéndose a sus años en los que formó parte del exclusivo alumnado de la escuela creada por Patrice Chérau y Pierre Romans, Bruni Tedeschi vuelve nuevamente a su nutrida biografía consciente de que los recuerdos que conserva de su paso por el Teatro Les Amandiers son demasiado valiosos como para perderlos. Constituyen un documento único que es sintomático de una época en la que la policromía que recogía el flujo inocente de aquellos años, en realidad era un pulso en blanco y negro entre la vida y la muerte.
Entre mediados de los ochenta y los noventa el SIDA se cebó con la población más vulnerable. Las drogas también dejaron tras de sí un panorama desolador con el boom de la heroína. Es una época que percibimos quizás ahora como muy inocente ya que todo parecía estar ensayándose, probándose con un afán experimental que no conocía límites. Pero esto es solo un telón de fondo en La gran juventud. Sirve de nexo argumental para enlazar la tragedia, que desvela la relación entre Eros y Thanatos, con el deseo de perpetuarse, trascender y alcanzar el éxtasis. Sugerir todo esto sin desviarse en la masa de hechos hacia una obra más documental, era algo complejo. La cinta es pura energía que logra su propósito. Seamos honestos, no es una película sobre el SIDA, ni sobre las drogas, ni siquiera sobre la docencia, su logro está en reproducir un estado de ánimo.
Seríamos muy injustos si buscásemos en La gran juventud parentescos con otros filmes que pretendían denunciar o poner en contexto el drama de las drogas o del SIDA como hacía Robin Campillo en 120 pulsaciones por minuto. Se percibe más un ímpetu de irradiar que sucumbe a la exuberancia sin rendirse al artificio. Hay mucha verdad. La honestidad es inherente a los hechos que no camuflan el abuso de poder, el consumo de drogas desenfrenado incluso por los propios docentes en la escuela que dirigen, o en la relación tóxica y desigual que comparten Stella (Nadia Tereszkiewicz) y Étienne (Sofiane Bennacer). Bruni Tedeschi podría haber esquivado todo esto ya que, además, pone de relieve a Patrice Chéreau, el que fuera su profesor y un cineasta que dejó registro de su inquebrantable verdad en la arrolladora Intimidad. Para darle vida, Louis Garrel hace un trabajo impresionante desnudando a una figura que no conocíamos de cerca.