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Para reflexionar en la creación de vínculos afectivos ‘The Quiet Girl’, de Colm Bairéad, recurre a espacios abiertos en toda su belleza
lo largo del metraje, priman los espacios abiertos que muestran una dimensión rural, pero también una espiritual
Cuando dos ondas o vibraciones idénticas en frecuencia y periodo se unen para amplificar su potencia, hablamos de interferencia constructiva. Este fenómeno físico, aparte de estar muy presente en el estudio de la acústica, puede extrapolarse al reino de la conciencia humana. Asimismo, tal y como decía el gran iniciador de la religión cristiana, el amor, al igual que el resto de vibraciones, se transmite y crece cuando se reparte. ¿Qué sucede cuando una buena persona se junta con vampiros energéticos? Todos sabemos la respuesta. Por esta razón, Colm Bairéad decide separar a Cait de su entorno familiar, el cual, sumido en la penumbra, resulta nocivo para la pequeña. Como forma de curar su desunión, la trama la introduce en un nuevo y cálido hogar que parece mucho más propio para ella.
Debido a motivos económicos, los padres de Cait deciden mandarla a pasar el verano con Eibhlín y Seán, un matrimonio cercano a la familia. Al igual que la joven, la pareja se encuentra, por causas intencionadamente ocultas desde el guion, emocionalmente desamparada. A falta de un hijo biológico al que mostrar cariño, se forja un pacto entre ellos, una armonía donde prima el aprecio recíproco. Es esa unión, precisamente, la que desapega a los personajes de su depresión pasada, sustituyéndola por el confort propio de un hogar. Según avanza el verano, esta relación cobra fuerza progresivamente. Sin embargo, la pareja oculta un secreto que, sin quererlo, acaba salpicando grotescamente a su “nueva hija”.
The Quiet Girl reflexiona sobre la creación de vínculos afectivos como forma de resiliencia, de sanar recíprocamente. Pese a que su premisa parte de un conflicto tan universal como este, la obra posee una identidad genuinamente irlandesa. A lo largo del metraje, priman los espacios abiertos que muestran una dimensión rural, pero también una espiritual. Cada vez que Cait siente la necesidad de refugiarse, lo hace escondiéndose entre la inmensa maleza, mimetizándose con el entorno natural. Es así como los bastos prados irlandeses nos hablan de su carácter contemplativo. Desde la primera secuencia, el personaje pasa a ser uno con el entorno. Para Eibhlín y Seán, ese silencio intrínseco en los parajes que les rodean representa una sensación distinta, de vacío y desasosiego. Sin embargo, su final, marcado por un climático abrazo, destierra definitivamente a la depresión colectiva y captura a la perfección el tema principal de la obra.