Rosana G. Alonso
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Cada vez más interesado en las figuras femeninas, que no obstante no son los puntales del relato, Hlynur Palmason en ‘Godland’ se sitúa como un autor portentoso, magnánimo en lo estilístico y certero aunando decisiones que conforman un majestuoso conjunto

Godland | StyleFeelFree. SFF magazine
Imagen de la película Godland | StyleFeelFree. SFF magazine

La cámara de Lukas, el protagonista de Godland, registra todo a su paso. Y como espectadores, también nosotros tenemos la sensación de asistir a un pase de tomas antiguas realizadas con colodión húmedo. El formato cuadrado con esquinas redondeadas y enmarcadas en negro que ofrece Maria von Hausswolff, como directora de fotografía, remite a otro momento histórico. Es el siglo XIX, una época en la que Islandia pertenecía a la Corona danesa. Por entonces la fotografía era un medio novedoso con una historia reciente. El tercer largometraje de Hlynur Palmason es una película en la que, precisamente, la fotografía alcanza sus cotas más altas. Sublime por momentos y capaz de aunar documento histórico con la magnificencia de la naturaleza capturada en un instante inalterable y eterno. De hecho, la erupción de un volcán es uno de los momentos más significativos del metraje que sirve para dividir el relato.

En Godland hay claramente dos partes bien diferenciadas. Ambas se complementan perfectamente. Pero si la primera funciona como introducción más atmosférica, en la segunda ocurre la mayor parte de la acción y la intención psicologizante. Debido a esto, muy posiblemente, divida a la audiencia. Habrá quienes prefieran el ritmo más lento y documental del primer tramo, y quienes sepan descifrar en el segundo muchos de los temas que preocupan a Palmason. De estos, la máxima en su cinematografía es la de analizar de cerca las pulsiones más primitivas que corroen al hombre. Algo que ya se evidenciaba en Un blanco, blanco día y Winter Brothers (Vinerbrødre). El cineasta islandés sigue siendo uno de los realizadores más intensos a la hora de perfilar la psique humana. Y esta cinta recoge todas estas pulsiones con sus dos actores fetiche, Elliott Crosset Hove, protagonista de Vinerbrødre; e Ingvar Sigurdsson de Blanco, blanco día.

Portentosa desde todas las dimensiones, su encuadre ya avanza una obra cumbre. Y lo es. Aunque sus anteriores proyectos difícilmente podían dejar indiferente con sus estilizadas tomas que definen un modo de hacer magnánimo, Godland es pródiga en decisiones estilísticas. Pero no solo eso, la imagen evocada mide la temperatura de un espacio, tiempo y carácter perecedero de la condición humana. Palmason sigue el rastro de la muerte y el enfrentamiento continuo del hombre contra el hombre. Sabe perfectamente por dónde transita y hacia dónde quiere ir. Y por el camino, no evita mirar no solo a la condición masculinizante sino que parece estar cada vez más interesado en las figuras femeninas. En sus últimos metrajes ha ido dejando un hueco para su hija Ída Mekkín Hlynsdóttir que, de seguro, acabará siendo una excepcional protagonista en un tiempo en el que las mujeres tienen muchas cosas que explicar.