J.Q.L

A lo largo del último milenio la imagen de los vikingos se ha ido deformando, sin embargo, ‘El hombre del norte’, en manos de Robert Eggers, da un paso más presentándonos la película nórdica que el cine necesitaba

El hombre del norte | StyleFeelFree
Imagen de la película El hombre del norte | StyleFeelFree

El mito nórdico de la creación dice que el mundo surgió a partir del cuerpo de un gigante al que se mató. El hombre del norte es su sangre, huesos, dientes y cerebro. Unas entrañas tejidas de acero, astucia y sangre. Un alma compuesta de gloria, la epopeya de Amleth, hijo del rey Aurvandil, espíritu del oso y el lobo, adepto al camino de la venganza que las nonas le han dictaminado. Bajo esta premisa, el trabajo de Robert Eggers nos sumerge en un mundo profundamente realista con una mirada mágica. Un viaje en toda regla que te sumerge en el verdadero mundo vikingo.

Tras dejar atrás los ratios de pantalla más acotados de La Bruja y El Faro, 1.66:9 y 4:3, en su tercer largometraje expande su horizonte visual a un 2.4:1. Esto último parece irrelevante pero no lo es. Esta expansión se debe al aumento de su expresividad. En filmes anteriores basaba la fuerza en planos medios con actuaciones deslumbrantes y tiros de cámara minuciosos. Aquí es distinto. Los colosales valles de Islandia y sus cielos infinitos acompañados del guion profundamente épico y el tono mitológico escrito por Sjón y Eggers exigen otro acercamiento. De esta forma, se dilata el marco combinando la presencia de los personajes y el espacio, forjando un imaginario de viento, nieve y fuego en el que cada pieza resuena en armonía. Los actores y su contexto se vuelven uno solo.

En sus anteriores obras ya se veía esa capacidad de crear imágenes complejas y detallistas, por ello, la sorpresa que esconde El hombre del norte no es su apartado visual sino algo más complicado. La mayor parte de directores forofos de la composición recaen en un mismo error. Al ver el infinito potencial expresivo de la composición atiborran cada plano de miles de elementos, muchas veces, redundantes. Así, consiguen hacer de la película una concatenación de monolitos indigeribles. Eggers no. El director no es solo consciente del peso y densidad que otorga, sino también de la relación entre planos. Por tanto, el autor orquesta tomas largas y ligeras con imágenes gloriosas de composición maestra alcanzando una armonía que hace que las secuencias fluyan. Todo esto, acompañado de un exhaustivo trabajo de reconstrucción, crea una epopeya con la exactitud de un documental y la empatía de un poema. Un tercer largometraje contundente.
 

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