Pedro Navarro
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En su segundo largometraje, ‘La noche de los reyes’, el franco-marfileño Philippe Lacôte parte de las miserias de un drama carcelario para articular una bella oda a la tradición oral africana

La noche de los reyes | StyleFeelFree
Imagen de la película La noche de los reyes | StyleFeelFree

Érase una vez un rencoroso sultán que, tras descubrir una infidelidad de su esposa, decidió vengarse de todo el género femenino. Para ello, cada día se casaba con una nueva joven y, a la mañana siguiente, la mandaba decapitar. Su crueldad ya había dejado a más de tres mil mujeres sin cabeza cuando conoció a Scheherazade. La muchacha, consciente del destino que le aguardaba tras la boda, elaboró un plan para eludirlo. Así, esa noche comenzó a contarle un cuento y al alba, y sin llegar al final, le prometió continuarlo en la siguiente velada. Esta es, por supuesto, la historia central del popular recopilatorio de relatos Las mil y una noches. Aunque el segundo largometraje del franco-marfileño Philippe Lacôte, La noche de los reyes, no trata exactamente de esto, sí ocurre algo parecido.

La película es, en cierto sentido, como una matrioska. En ella, la narración principal nos lleva a un relato que deriva en un cuento y, entre todos, terminan retratando un país. El escenario principal es la cárcel de Maca, la más grande de Costa de Marfil. Un espacio asfixiante y abarrotado que el departamento de fotografía construye con una cámara rara vez estática, que mantiene el plano y genera tensión. Aspecto en el que recuerda a Ciudad de Dios. Por otra, en ocasiones, la oscuridad del cuadro y la representación de la miseria también evoca al cine del portugués Pedro Costa.

La prisión de Maca es, como explica un texto al arranque del filme, “un mundo con leyes y códigos propios”. Y es que, debido al ingente número de reclusos, son estos los que llevan las riendas del lugar y no los guardias. Por encima de todos está el Dangôro, jefe supremo. Pero hasta para éste hay normas. La principal, que cuando enferma ya no es apto para gobernar y debe quitarse la vida, dando paso al siguiente. La salud del actual líder, Barba Negra, hace ya tiempo que es precaria y el cambio de poder parece inevitable.

La cinta comienza, como en la mayoría de dramas carcelarios, con la llegada de un nuevo recluso. Un joven delincuente en el que el Dangôro encuentra una forma de posponer su fin. Así, el jefe invoca la tradición de la luna roja y elige al recién llegado como el Roman o contador de historias. Esa noche, cuando salga el astro y el cielo se tiña de granate, el chaval deberá relatar un cuento. De que este se alargue hasta el amanecer depende su destino. Y es aquí donde la película, ya interesante de por sí, se enriquece y amplía. La narración del joven, que parte de su experiencia vital, se centra en Zama King, un popular asesino y líder de su banda. Entonces, el relato da un giro y nos transporta a un pasado lejano y precolonial en el que hay reyes, reinas y poderes ocultos.

Philippe Lacôte recurre a un recurso que ensalza la tradición oral. La misma gracias a la cual se llegó a la recopilación de los cuentos de Las mil y una noches y que ha sido la base de la historia de muchos pueblos. Sin embargo, este no es el único aspecto cultural que La noche de los reyes pone en valor. La danza, el canto y la teatralidad también están presentes. Aparecen cuando los reclusos escuchan la narración del Roman y, en lugar de quedarse quietos, entran en trance y representan sus palabras. Al final, los relatos no solo sirven para entretener, sino que, como en el caso de Scheherazade, pueden salvar vidas.
 

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