Óscar M. Freire

Las hermosas animaciones de Archipel, de Félix Dufour-Laperrière, nos sumergen con una libertad surrealista en la reflexión sobre la transcendencia humana y su significado

Archipel | StyleFeelFree
Imagen de la película Archipel | StyleFeelFree

La sección Big Screen está demostrando que se conforma de títulos con pretensiones muy variadas. Desde el documental aséptico, hasta la más absoluta fantasía futurista. Una de las cintas destacables es Archipel de Félix Dufour-Laperrière, un ensayo filosófico construido a base de animaciones sobre imágenes reales. El director, partiendo de la conversación entre un hombre y una mujer sobre el Canadá francés, expone su visión de la naturaleza humana. En torno al río que baña las orillas de Montreal y Quebec miles de islas, reales e inventadas, representan la lucha entre la imaginación y la existencia. Un archipiélago para reflexionar sobre el territorio imaginado, lingüístico y político.

Gracias a un notable trabajo de más de dos años, el director presenta una experiencia inmersiva cuya creatividad es libre. Los dibujos se realizan indistintamente sobre materiales documentales de archivo y propios, combinando estilos y formas a través del tiempo. Además, el eclecticismo de siluetas, rellenos y colores se armoniza con suavidad para destruir cualquier principio de espacio o perspectiva. Así, la delicia visual se enriquece con la sensación de ingravidez, desorientación e inconsciencia, arrastrando al espectador sobre las espumosas aguas del relato. Pero, si las imágenes son la balsa, el sonido es el viento que mece las olas. El meticuloso diseño sonoro da vida a las ilustraciones y las aterciopeladas voces acarician al espectador suavemente. El sonido de unas burbujas, una multitud que baila, el ritmo de una ciudad, un torrente. Hacen real incluso lo fantástico, lo imposible. Maravilla.

En concordancia, la película no solo estimula la vista sino que también propone una mirada sobre el mundo particularmente certera. Con independencia de aprobar sus tesis sobre la existencia humana gracias a la comunidad y lo comunitario, es admirable el discurrir de las mismas. Como si fuesen los afluentes de un gran río, las distintas ideas se cruzan, alinean y bifurcan para acabar en el océano o encalladas en la arena. Afortunadamente, las pocas que se pierden son señaladas a grito de Tu n’existes pas, y a golpe de remo aceleran la bajada. Y así, la película avanza por un debate caótico, una discusión acalorada entre el Demiurgo que juzga y la Naturaleza que se defiende. Porque el mensaje es intermitente, con independencia de si fue al principio o al final, su único referente constante es el lugar, el río.

Escribía Jorge Manrique que “Nuestra vida son los ríos que van a dar en el mar”, a lo que Dufour-Laperrière añade: los acontecimientos, las ideas y los deseos son las islas que bañan, conforman un gran archipiélago, la humanidad. En definitiva, una película cuyas imágenes se acomodan en la retina y cuyos sonidos perforan nuestra mente en busca de significados. ¿Estaré soñando?