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De las cintas que marcan la tercera crónica de la Berlinale sobresale un género documental que se enfrenta al tabú para poner sobre la mesa cuestiones que buscan visibilizar distintos tipos de trauma
El género documental sigue en auge en los festivales y se agradece que algunas de las cintas que configuran esta crónica pongan sobre la mesa cuestiones que se enfrentan al tabú. Es el caso de A Family, de Christine Angot, en la que la escritora filma su trauma familiar. Como ya lo hiciera en su libro El incesto, pone en conocimiento del público la violencia que sufrió por parte de su progenitor. Él ya falleció, pero pesa su recuerdo en forma de herida todavía abierta. Por eso esta es una cinta sobre el dolor que atraviesa a la propia autora, y que busca trascenderlo por medio de una catarsis que espera suponga este proyecto documental. Lo interesante de todo es cómo hace de algo que se supone individual, un asunto colectivo. Un asunto que pretende trascender lo meramente personal para configurar un mosaico social para que caigan todas las máscaras.
Igualmente, la película Reas, de Lola Arias, trasmuta el dolor en arte. Lo que propone la cineasta argentina es un dispositivo que le permite trabajar con personas no vinculadas al cine, personas que atravesaron una situación traumática que las condena a la cárcel. Con ellas busca la forma de trascender ese trauma por medio de la música y el baile. Por eso, Reas está a medio camino entre el musical y la performance. Es una recreación artística, pero también una terapia de grupo que sirve para narrar la experiencia. Es un abrazo colectivo que parece mirar a otra película documental, Malqueridas, que también entró en la cárcel para documentar la sororidad que se establece en condiciones de sufrimiento. Ambas son miradas que confluyen en un mismo río, pero de perspectiva diferente. Si Tana Gilbert pretendía el mayor realismo enfrentando la clandestinidad, Lola Arias recurre a lo artificial para hacer una especie de fábula que habla, más allá de los vínculos afectivos, de resistencia y de empoderamiento.
Para finalizar esta crónica dos películas opuestas entre sí. De la también artificiosidad de Arcadia, de Yorgos Zois, pasamos al estudio etnográfico de Santiago Lozano Álvarez en Yo vi tres luces negras. En un caso (Arcadia) prevalece lo simbólico que sucumbe a la mitología clásica como punto de partida. En cambio, hay demasiados claroscuros como para comprender bien un propósito que apenas se divisa en el desenlace. Más diáfana es Yo vi tres luces negras, de Santiago Lozano Álvarez, que transita la selva amazónica haciendo un retrato que inevitablemente recuerda a Ciro Guerra. Es un trabajo que mira a las culturas indígenas para rescatar sus costumbres sobre los ritos funerarios y los procesos de la muerte. Una cinematografía que actúa entre lo visible y lo invisible para hacer permeable la experiencia otra. Aquella que no podemos ver si estamos eclipsados por todo lo material.