Rosana G. Alonso
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Con una María Vázquez descomunal, ‘Matria’ enfrenta el mito del matriarcado para cuestionarnos como sociedad y trazar caminos que renueven una cinematografía que, ineludiblemente, convoca a la mujer

Matria | StyleFeelFree. SFF magazine
Imagen de la película Matria | StyleFeelFree. SFF magazine

Ramona, el colosal personaje interpretado por María Vázquez en Matria, primer largometraje de Álvaro Gago, podría ser un personaje de Ken Loach. Pero es gallega, no inglesa. Y eso marca una diferencia que la ubica en un local que ya casi nadie cuestiona su derecho a representar una universalidad en la que nos reconocemos. Más allá de un sugestivo exotismo que se evidencia en los rasgos distintivos que sitúan a la persona en su lugar, el principio de universalidad es inherente al concepto de humanidad. Nuestras luchas, nuestras luchas humanas por la supervivencia, tampoco son tan diferentes. Y aunque pudieran serlo, nuestra condición humana nos permite empatizar con ellas. Esto puede parecer muy obvio, si bien, no lo es tanto.

Hasta hace poco se abusaba de esa mal entendida noción de universal para atacar cualquier narración que se saliera de un canon que solo registraba, en el fondo, el estereotipo. No tiene tampoco por qué el estereotipo estar escudado únicamente en cuestiones de género. También lo veíamos en la obligatoriedad de recurrir a lenguas mayoritarias y grandes centros urbanos secundados por hábitos capitalistas que el mismo cine nos invitaba a imitar, que socialmente estábamos obligados a secundar para no ser excluidos de ese universal en el que nos ensayamos. Eso, por no hablar de los pocos esquemas narrativos que algunos todavía piensan que acepta lo cinematográfico. Aunque parezca fehaciente, hace una o dos décadas era imposible debatir cuestiones que ahora empiezan a normalizarse y eclosionan en un cine español que habla de un estado plurinacional y pluricultural.

No es que todas estas cuestiones secunden solo el cine de Álvaro Gago. Gago es heredero de un nuevo cine español que lleva unos años mirando a la periferia para, a través de ella, tratar de comprender las cuestiones identitarias que identifican nuestras crisis. Bien pensado, solo lo singular es núcleo que psicológicamente nos atraviesa en lo más profundo. Pero si hay algo definitorio en esta cinematografía que ya veíamos claramente en el cortometraje 16 de diciembre es el compromiso social de este gallego. En su mirada descarnada que evita el maquillaje que reviste a la protagonista, Gago se afana en mostrar la piel, la carne y, aún sin maquillaje, además, la máscara. La máscara aquí es visible, la reconocemos, como reconocemos nuestras máscaras. Y al hacerla visible, al no naturalizarla, advierte que se trata de algo artificial, de una carga extra con la que tienen que cargar las mujeres.

El personaje de Ramona, al que María Vázquez dota de una elocuencia imperiosa, notoria en cómo muta y se redimensiona según la urgencia la atrapa, está lleno de máscaras que cuestionan esa matria a la que alude el título. Es una tierra de todos que no encuentra reposo. Por eso, la máscara está en una lucha feroz contra el tiempo —aquí podemos encontrar reminiscencias a Dos días una noche de los Dardenne— pero, especialmente, contra sí misma. A través de este envoltorio, de esta aspereza que la mantiene en pie de guerra, la vemos como una heroína frustrada ya en su propósito. Puesto que de ser heroína, lo es solo por su actitud. No tanto por lo que acepta. Trabajos penosos que la explotan hasta que dice basta. Relaciones tóxicas que la subestiman. Un día a día desprovisto de horizonte. Solo presente.

Asimismo, podemos estar tentados a pensar que Ramona no tiene opción y que su destino es consustancial a sus circunstancias. Pero entonces, ¿qué sentido tiene una existencia y un medio como el cinematográfico que impugna esa misma existencia para movilizarla, para que el mundo avance, para que no se detenga en los mismos patrones? Son cuestiones que están presentes en esta cinta que obliga a mirar a su personaje, continuamente, en el espejo. Es el espejo, incluso, de otros personajes que la anteceden y le hacen justicia, como la Jeanne Dielman de Chantal Akerman, donde Ramona se mira. Otra vez Chantal Akerman, símbolo inevitable de todas las luchas de la contemporaneidad que tienen rostro de mujer, le pese a quien le pese.

Retratada en una cocina similar, pelando patatas, Ramona toma el relevo de Dielman para hablar de generaciones de mujeres supeditadas a la casa. Incluso, cuando ya la habían abandonado para monetizar su fuerza de trabajo. Son las patatas, por cierto, de Agnès Varda. Las patatas como símbolo de algo que no está a la vista. Visto lo cual, la fuerza de Matria está en su poder de hablar de cosas que están ahí, ocultas. Que perviven en esos pequeños detalles que nos visibilizan como mujeres que tenemos que aceptar un patrón que nos quiere emparejadas pero libres, hiper-sexualizadas, maternales y auxiliadoras, trabajando fuera y dentro del hogar, supeditadas a jefes abusivos… Y a pesar de todo, amazonas indestructibles con un motor que no se detiene. Sí, como Ramona, a quien Gago mira detenidamente para cuestionar esa matria, esa trampa a través de la cual cuestiona el mito del matriarcado gallego.

Son roles en pugna lo que asiste esta Matria. Roles que hablan de desigualdad y están matizados por cuestiones, quizás, imperceptibles. O perceptibles tan solo, no ya para quien los sufre, sino para quien reflexiona cómo estas micro-acciones, aparentemente insignificantes, nos relegan a un lugar de desplazamiento. También pueden ser reconocibles, de forma categórica, en un imperativo que silencia. Por experiencia propia puedo asegurar que siguen mandándonos callar. No hay edad para ello. Y en ese silencio están todas las guerras que nos quedan por luchar y que Gago ha empezado a reivindicar en esta película que es una carta de amor a las mujeres. Por eso mismo, igualmente, cultiva la esperanza. Entiende que el cine, sin mediar en el espectador, tiene que tomar partido. Y lo hace. Y esperamos que siga haciéndolo, que siga mirándonos sin contemplaciones, sin vernos como una amenaza que hay que poner en su sitio. No queremos volver allí. Lo que queremos, al menos algunas —no puedo hablar por todas—, es poder soltar el ancla.
 

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