Rosana G. Alonso
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Con un elenco de principales revelador, ‘Licorice Pizza’ vuelve a poner de relieve la predilección de Paul Thomas Anderson por los setenta, una época que revive con mucha naturalidad

Licorice Pizza | StyleFeelFree
Imagen de la película Licorice Pizza | StyleFeelFree

Podría ser una película de Richard Linklater, pero Licorice Pizza es la nueva tentativa fílmica de Paul Thomas Anderson. Repleta de gags y escenas que se recrean en una comedia del absurdo, que raya lo hilarante y lo espectacular, no deja tregua al espectador. Sus subidas y bajadas, sobre todo a partir de la primera hora, ceden a la experiencia que solo puede tenerse en un parque de atracciones. Y para ello, Anderson recurre a un elenco principal todavía desconocido en la gran pantalla. Él, Cooper Hoffman, es el hijo de Philip Seymour Hoffman con quien Anderson trabajó en algunos de sus mejores filmes. Ella, Alana Haim, es integrante del grupo de rock Haim, constituido junto a sus dos hermanas. A estas dos jóvenes promesas —Hoffman y Haim—de seguro, los veremos mucho en pantalla, salvo que no quieran orientar su carrera hacia el cine. Talento les sobra.

En el caso de Cooper Hoffman parece inevitable que siga la estela de su padre. Ha heredado su enorme fluidez que consigue que su sola presencia llene cualquier espacio en el que se encuentre. Entre espontáneo, carismático, sensible e instintivo aquí recuerda al Leonardo DiCaprio del Lobo de Wall Street, un personaje rebajado con la torpeza de Jonah Hill en sus interpretaciones adolescentes. Licorice Pizza es, a fin de cuentas, un coming-of-age que busca crear una instantánea de los setenta. Y lo logra efectivamente porque se evidencia el esfuerzo por captar cada detalle con naturalidad, sin estridencias. Para ello, se evita la pureza de la imagen a la que tiende el cine digital. Esto hubiese estropeado las pretensiones de una película que reluce, precisamente, en su consecución estética. Porque nos devuelve a una época y un lugar que recupera un espíritu que resulta casi exótico por el cambio de paradigma.

Hay que considerar también que Thomas Anderson parece tener predilección por los setenta como ya puso de relieve en su anfetamínica Puro vicio. Una cinta que destacó más por su excelente estilismo que por su enrevesada trama. Por eso, Licorice Pizza vuelve a ser una película estéticamente magnánima, aunque la vestimenta de calle no busque eclipsar sino pasar desapercibida. También cabe destacar que, nuevamente, el estadounidense no está dispuesto a sintetizar. Prácticamente todas las producciones en las que está envuelto superan las 2 horas de duración y su nuevo trabajo no es una excepción. Una decisión que puede entusiasmar a los que tienen expectativas seriéfilas, porque el realizador de Magnolia no escatima recursos para nutrir su epopeya del primer amor. Un amor que, aunque a primera vista no lo parezca, también guarda muchas semejanzas con El hilo invisible en su modo de acercarse a los roles de género.

Con todo, uno de los hijos predilectos de la nueva narrativa cinematográfica de los noventa, no decepcionará a un séquito de seguidores en aumento. Mantiene viva la comedia estadounidense buscando fórmulas más propias del videoclip y retrasando su desenlace apoteósico. Su sentido musical también es excelente. Y por si fuera poco, a este cóctel se le añade mucha piel, mucho tacto, mucha imperfección. Algo que se agradece en contrapartida a un cine de rostros y gestos congelados. Pero para apreciar todo esto hay que verlo en la gran pantalla. Es una película disfrutable para verla en compañía y trasportarnos a otro lugar. Un tiempo en el que todo era más real y palpable.
 

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