Pedro Navarro
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Basada en la novela semi-autobiográfica de Gäel Faye, Pequeño país, de Éric Barbier, relata con un tono intimista y familiar los conflictos ocurridos en Burundi en la década de los 90

Pequeño país | StyleFeelFree
Imagen de la película Pequeño país | StyleFeelFree

El continente africano ha sido durante décadas un polvorín de conflictos políticos y sociales, marcado por golpes de estado, guerras civiles o enfrentamientos étnicos y raciales. En general, se trata de una problemática que desde Europa se percibe como lejana. Y, al menos desde el punto de vista geográfico, puede que así sea, pero no desde el cultural. Buena parte de estas disputas se derivan directamente del colonialismo y la división caprichosa de la tierra a base de escuadra y cartabón. Frente a estas realidades, primero son los medios de comunicación los que se encargan de retratarlas. Después, le toca a la cultura. Entonces, el cine y la literatura se presentan como potentes instrumentos de memoria y reconciliación. Este es justamente el principal valor de la película Pequeño país, basada en el libro semi-autobiográfico de Gäel Faye y llevada a la pantalla por el realizador francés Éric Barbier.

En la cinta se parte de las vivencias de un niño, Gabriel, para hablar de los conflictos ocurridos en Burundi durante la década de 1990. Gaby, que es como le llaman, es un chaval de 10 años que lleva una existencia tranquila en Buyumbura, la ciudad más poblada del país. Allí vive con sus padres, un francés y una ruandesa, y su hermana en una villa con tres criados. Cuando su felicidad parece verse amenazada por la posible separación de sus progenitores, estallan los enfrentamientos en el país. El drama familiar termina formando parte de una realidad mucho más amplia.

“Para vivir aquí hay que elegir bando”, dicen al poco de que comience la película. A lo largo de los siglos XIX y XX, el gobierno colonial belga estableció un sistema social racista de castas. Lo hizo primero en Ruanda y, después, en la vecina Burundi. Con este, la minoría tutsi, a la que pertenece la madre de Gabriel, pasó a ser la casta dominante y la mayoría hutu, la subordinada. Esta diferenciación no hizo más que exacerbar los conflictos entre los dos grupos. Cuando llegó la democracia a ambos países, los hutus decidieron vengar las décadas de opresión. Un enfrentamiento que terminó con el genocidio tutsi y que ya han recogido previamente otros títulos como Hotel Rwanda. Lo que diferencia a Pequeño país de éstos no es solo que se emplace en Burundi, sino la perspectiva desde la que se aborda.

En un principio, el filme se mueve por los escenarios cotidianos del niño. Le acompañamos en su día a día, en las aventuras con sus amigos, las trastadas y las cenas familiares. Pero, poco a poco se nos va ampliando su universo. A través de las radios o las conversaciones entre adultos surge la realidad social y política del país. Somos testigos entonces de las noches de toque de queda y las jornadas de miedo e incertidumbre. Sin embargo, la narración no abandona la perspectiva inicial, la de un chaval de 10 años. Un punto de vista que da ligereza al relato, haciéndolo menos oscuro y mucho más cercano. Este tono, unido al acertado manejo del tiempo y la elipsis, convierten a Pequeño país en una obra imprescindible para comprender la historia de esta región. Una historia que forzará a su protagonista a elegir: ¿francés o tutsi? ¿Tutsi o francés?
 

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