Pedro Navarro
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En su segundo largometraje, ‘Lola’ , el belga Laurent Micheli coloca la identidad trans como detonante para explorar la incapacidad comunicativa entre un padre y su hija

Lola | StyleFeelFree
Imagen de la película Lola | StyleFeelFree

Lola, de Laurent Micheli, recuerda al cine de Xavier Dolan. No por que la protagonista sea una mujer trans como en Lawrence Anyways, sino por el formato y la temática. La relación de aspecto de 4:3 es similar al cuadrado empleado por el canadiense en Mommy. Con él, encerraba a sus personajes y les impedía compartir plano, remarcado su incapacidad comunicativa. El belga hace lo mismo. La comparación llega hasta el transporte empleado por los protagonistas, Lola va en monopatín, como hacía Steve en la famosa escena con Wonderwall de Oasis. Y, aunque en la película de Micheli el uso de la música no deriva en escenas estilo videoclip, también tienen una importancia significativa.

Pero la principal similitud está en el tema. Lola no es una película sobre una chica trans que se plantea su identidad. De hecho, el personaje interpretado por la actriz trans Mya Bollaers lo tiene muy claro. Es una mujer y quiere operarse. Punto. Quien no lo tiene tan claro o, más bien, no entiende nada, es su padre. Esta problemática en las relaciones paterno-filiales es un recurrente en el cine de Dolan. El quebequés la ha abordado en mayor o menor medida en casi todas sus obras. Desde su debut, Yo Maté a mi Madre, hasta la citada Mommy, pasando por otras que lo tienen más de fondo como la innombrable The Death & Life of John F. Donovan.

Donde ya se aleja es en el subgénero y en la evidente, pero suficientemente disimulada, crítica al hombre blanco heterosexual que plantea Micheli. Lola es una road movie. Padre e hija, tras dos años evitándose —él la echó de casa a los 16—, se ven forzados a hacer un viaje juntos. Su destino es la costa belga. Allí pretenden cumplir el último deseo de su difunta madre y esposa, esparcir sus cenizas en el Mar del Norte. Un desplazamiento físico que deriva en un viaje interior.

Philip, el padre, debe reconciliarse con la identidad de su hija. Y, de paso, dejar de llamarla Lionel, su deadname. Como le ocurre a muchos progenitores, este hombre se piensa que todo cuanto hace Lola es para agraviarle. Cero autocrítica, por supuesto. Para él, su despertar trans es un ataque a su crianza. “¿Qué he hecho yo para que me hagas esto?”, es la pregunta base de su desunión. Pero Lola también tiene lecciones que aprender. Y ahí es donde acierta mucho el director belga, que no libra de culpa a su protagonista. El viaje de Lola es temporal, hacia el pasado. La joven debe enfrentarse a su infancia para comprender que, a su manera, sus padres también buscaron siempre lo mejor para ella.

En cuanto al comentario que hace Micheli sobre el hombre blanco y heterosexual, la crítica no está solo en la figura del padre. El realizador belga también les da caña a través de los personajes secundarios. Así, nos encontramos primero a un farmacéutico que no quiere venderle hormonas a Lola. Después, es un policía el que, aprovechando que habla flamenco y cree no ser entendido, la veja. Lo que evidencia la cinta es que, con su incapacidad de mirar más allá de su privilegio, estos hombres no solo obvian la existencia de minorías, sino que la niega. Y es justamente por esta razón por la que películas como Lola son y seguirán siendo relatos muy necesarios para lograr la inclusión del colectivo. Que las cosas han mejorado, como nos comentaba Micheli en una entrevista, es cierto. Pero que aún queda camino por recorrer, también.
 

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