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En el Singapur que retrata Yeo Siew Hua en ‘A Land Imagined’ no hay escapatoria posible para los migrantes que, devorados por el sistema de trabajo, acaban perdiendo su identidad
Desde las primeras escenas, A Land Imagined nos presenta un Singapur al que no estamos acostumbrados. Tan sórdido, como radiantemente luminoso. Con nocturnidad y un halo de tenue decadencia que, no obstante, espera servir al milagro económico de una ciudad-estado en la que la soledad se ha convertido en algo pandémico, Singapur se erige como un personaje principal rodeado de fantasmas. Los fantasmas, que deambulan trabajando a destajo y sin rumbo fijo, son los obreros migrantes que han sido devorados por el sistema de trabajo. Una maquinaria humana que ha ampliado la dimensión de un territorio más allá de lo posible. Robando terreno al mar, inundándolo de arena exportada de otros países y levantando estructuras vertiginosas que rozan lo improbable.
Con una visión incandescente, la fotografía de Hideho Urata hace maravillas en un relato que se sumerge en aguas pantanosas tratando de superponer, a los distintos géneros cinematográficos que se cruzan, un puzle de inconexos. Yeo Siew Hua, en su segunda película, desafía la percepción espacio-tiempo, la visión del color, y la cimentación de unos personajes etéreos que, sin embargo, juegan con roles muy marcados. El detective melancólico, la perturbadora chica que regenta un cibercafé en horario nocturno, y un solitario trabajador que representa a toda una clase de invisibles que, aquí, tienen su momento estelar en una escena eminente en la que se fusionan en un baile y cántico liberador. Todos estos antihéroes están a merced de una escritura que trata de atar muchos cabos. La falta de concreción es lo que, muy posiblemente, despiste a una audiencia que no encontrará respuesta a las muchas interpelaciones que se esbozan.
Aunque la película logra mantener la expectación en escenarios muy bien diseñados, no acaba de focalizarse en una dirección. Las posibilidades que genera y el modelo estético que propone, a medio camino entre Wong Kar-Wai, David Lynch y Jia Zhangke, acaban desembocando en un vacío que bien podría ser el lugar divagado por Yeo Siew Hua. Un espacio en el que se confunde lo posible con lo imposible, así como lo real con lo imaginado. Un no-lugar en el que toda acción se ve impelida al ensueño, como si se tratara de un simulacro.
Esta quimera audiovisual queda gráficamente descrita en una escena, en el primer acto, en la que vemos al detective de policía Lok haciendo ejercicio, desnudo, en una cinta de correr. Le escena en sí es bastante sórdida, dejándonos una sensación de extrañeza. Según la cinta llega al final, y a pesar de la falta de respuestas contundentes, alcanzamos a vislumbrar que todos los personajes se encuentran en la misma situación. Desnudos y corriendo, sin moverse del sitio. No hay escapatoria posible, ni identidad que no pueda ser usurpada en un paraíso inalcanzable, donde sus protagonistas han dejado de soñar, para que otros habiten la tierra imaginada. Repercusiones del neoliberalismo en estado puro.