Rosana G. Alonso
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Interpretada, con momentos brillantes, por Greta Fernández, la protagonista de ‘La hija de un ladrón’ es el paradigma de los nuevos roles femeninos cinematográficos del siglo XXI

La hija de un ladrón | StyleFeelFree
Imagen de La hija de un ladrón | StyleFeelFree

Desde hace algunos años el cine español ha empezado a darse cuenta de la necesidad de entrar en el terreno de lo social, adoptando una mirada que nunca abandonaron cineastas como el inglés Ken Loach o los Hermanos Dardenne. Es un cine que explora los paradigmas de una contemporaneidad que no puede entenderse eludiendo los márgenes, donde los desclasados sobreviven desafiando a una realidad que los supera. Pero también donde se encuentran personajes que transforman la rutina en un terreno para la experiencia. Aunque este enfoque fue iniciado por Fernando León de Aranoa, a finales de los noventa, está siendo El Novo Cinema Galego, con cineastas como Oliver Laxe o Xacio Baño, el que en la actualidad está dando mejor ejemplo de ello, expandiendo sus estratos.

A pesar de esto, la práctica social no queda excluida a ciertos territorios. Esta temática atraviesa la península siendo objeto de estudio de cineastas como Fernando Franco o Elena Trapé, entre otros, alcanzando a erigir un cine que mira a la verdad sin pudor. Asimismo, Cataluña está atravesando un inmejorable momento audiovisual imbuido en preocupaciones marcadas por las distintas crisis que franquean nuestro país. Y en esta misma dinámica se encuentra Belén Funes con La hija de un ladrón, con la que enfrenta su primer largometraje. En él realiza una radiografía de la precariedad en España a través de Sara, una joven de 22 años, madre de un bebé, con padre en la cárcel, y que lleva, desde su mayoría de edad, entrando y saliendo de trabajos ocasionales.

Interpretada, con momentos brillantes, como la escena final, por Greta Fernández, la protagonista de La hija de un ladrón es el paradigma de los nuevos roles femeninos cinematográficos del siglo XXI, a los que dio paso Émilie Dequenne con su inolvidable Rosetta (1999). Sara, como Rosetta, está sujeta a un estilismo en el que proliferan los tonos vibrantes, que vienen a confirmar que a pesar de la vulnerabilidad en la que se encuentra, es un personaje que acapara toda la atención, no viéndose a sí misma como una víctima del sistema. Siempre se define como una persona normal. Pero lejos de ser alguien corriente, el espectador la observa como una heroína moderna que no solo busca subsistir, sino construir un proyecto de vida. Su sueño es recuperar la familia que nunca tuvo, por eso está empeñada en conseguir la tutela de su hermano pequeño.

Con La hija de un ladrón constatamos además la existencia de una cinematografía que busca sin cesar lo auténtico. Así lo apreciábamos en Los días que vendrán de Carlos Marques-Marcet y así lo verificamos aquí con la elección de Eduard Fernández e hija para los papeles principales. Estamos ante un cine que no busca únicamente el acontecimiento, sino que se sujeta a las leyes de una cotidianidad que deja paso a una narrativa sosegada, con pocos sobresaltos, con la idea de encontrar más allá de la verdad, una verdad por esclarecer que se manifiesta en la sala de montaje. Claramente, esta revelación nos lleva a pensar en la soledad, por encima de la familia, como eje temático.
 

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