Rosana G. Alonso
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Los hermanos Dardenne en ‘El joven Ahmed’ han dejado de mirar el bosque para prestar toda la atención al árbol que cae

El joven Ahmed | StyleFeelFree
Imagen de El joven Ahmed | StyleFeelFree

En el libro Detrás de nuestras imágenes que compendia el diario de trabajo de Luc Dardenne junto a su hermano, el cineasta explica que el trabajo de ambos consiste en rodar árboles que caen. Una labor difícil, según constata, porque “el árbol que cae hace más ruido que un bosque que crece”. En este sentido, escribe que es preciso prestar atención a “la fascinación por el movimiento de la caída, con el paisaje del desastre, con el estruendo”. Que hay que tener “cuidado con el silencio ante la fuerza plástica. La muerte.” Y se hace una pregunta. “¿Es posible filmar un bosque que crece sin filmar el árbol que cae?”.

A juzgar por la decena de largometrajes que llevan los Dardenne a sus espaldas antes de El joven Ahmed, es evidente que es posible evitar sino la caída, al menos, el ruido del árbol al caer. Hasta ahora los belgas habían sorteado el grito del entorno expresado en la caída [entiéndase metafóricamente], o lo habían utilizado como un recurso que desencadena la narración. Así por ejemplo lo plantean en La promesa (1996). ¿Por qué ahora el estruendo se vuelve inevitable y central? Probablemente porque aunque a primera vista es posible que para algunos espectadores la filmografía de los realizadores de La chica desconocida, resulte redundante, no lo es de ningún modo. Incluso a pesar de que sus personajes siempre se niegan a replegarse en sí mismos, prefiriendo luchar por la mera supervivencia, con las armas que tienen a su alcance para enfrentar el determinismo al que están sujetos.

La caída en El joven Ahmed es algo que avanza de un estado mental a otro físico. Vemos como el protagonista entregado a una interpretación, pretendidamente insípida, que busca una respuesta de rechazo en el espectador, cae en los lazos férreos de la radicalización religiosa. Ahmed [Idir Ben Addi] tiene el mismo impulso de Olivier Gourmet en El hijo (2002), pero su respuesta es aún más férrea. No parece ser capaz de levantarse y rechazar su propio instinto asesino, motivado por un odio que si en el protagonista de El hijo era comprensible, ahora se desvela indescifrable. De hecho, para el personaje hermético que contemplamos en este último filme, solo la caída se revela como antídoto de la caída. El mismo veneno con diferente presentación y consecuencias.

No obstante, los finales abiertos de los Dardenne, nos impiden saber con exactitud si finalmente el anti-héroe será capaz de salvarse, o por el contrario, la pulsión de muerte que reside en él será más poderosa que su voluntad de asumir la expiación. Si bien la duda acecha al final, se advierte aquí una señal más perceptible que en otras ocasiones de querer intervenir la realidad, como si esta vez los hermanos tuviesen en sus manos los dados del destino. Esta decisión se entiende en el contexto social como una forma de fe ya no en lo humano, pero sí en la naturaleza ordenando la entropía que nos rodea. Por ello, presenciar como el árbol cae mostrando la agitación derivada de tal acontecimiento, no resulta una solución desesperada, más bien es una respuesta esperanzada en la vida misma.
 

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