Pedro Navarro
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En blanco y negro y con gran belleza visual, ‘Armugán’, de Jo Sol, reflexiona sobre la importancia de la muerte como una parte más de la vida

Armugán | StyleFeelFree
Imagen de la película Armugán | StyleFeelFree

“Dicen los más ancianos que en esta tierra nadie muere solo”, nos cuenta una voz en off. De acompañarlos se encarga Armugán, personaje que da nombre a la última película del realizador catalán Jo Sol. Subtitulada el último acabador, la cinta recupera precisamente esta figura legendaria, presente en la tradición de varios pueblos mediterráneos y pirenaicos. Un acabador es una persona que ayuda a aquellos que están cerca de su fin a entregarse a él sin miedo. “Para eso vine aquí, a estas montañas, a aprender el secreto oficio de la muerte”, continúa la voz en off, que es la de Anchel, el discípulo y sirviente del protagonista.

Allí, en el Pirineo oscense, maestro y aprendiz conviven en una pequeña casa de piedra. La única compañía que tienen es la de un rebaño de ovejas que llena el plano sonoro con balidos y el tintineo de sus cencerros. “Hay dos cosas que no se pueden contemplar sin pestañear, son el sol y la muerte”, cantan los protagonistas. Y esto es justamente lo que pretende la cinta. En las sociedades occidentales vivimos de espaldas a la muerte, la evitamos y Armugán nos pide que tratemos de mirarla de frente. Así, la película nos propone que nos planteemos cuál es nuestra posición respecto a ella. Lo hace sin imposiciones, de hecho, los personajes principales encarnan distintas posturas.

Asimismo, el filme de Jo Sol es una historia sobre la amistad, las relaciones de interdependencia y el sentimiento de comunidad. En este sentido, el personaje de Armugán, al igual que el actor que lo interpreta, tiene diversidad funcional. Por eso, su aprendiz Anchel es también sus piernas, ya que lo carga sobre su espalda para ir de un lado a otro. Esto genera una amistad entre los hombres que se basa en el cariño y el respeto. Los dos necesitan al otro. Armugán es una cinta de escasos diálogos —estando algunos de ellos en aragonés—, que se centra en los gestos y en los pequeños detalles. Aunque camina entre el documental observacional y el poema visual, no deja de ser una película narrativa. Recuerda, en cierto sentido, a los primeros títulos del gallego Óliver Laxe, pero en los parajes de La lluvia amarilla de Julio Llamazares.
 

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